Hay ocasiones en que la sociedad sorprende y demuestra que es capaz de conmoverse con las desgracias de otros, aunque estos sean cercanos. Y recalco lo de cercanos, porque es sabido que a todos nos preocupa la capa de ozono y nos indigna el racismo que persiste en algunos rincones del mundo, pero al mismo tiempo que plasmamos nuestra firma en una campaña que reclama a tal potencia mundial que cumpla el protocolo de Kioto, tiramos por la ventanilla del coche la lata del refresco que acabamos de consumir; y el mismo día que acudimos a una manifestación por la igualdad de derechos, buscamos en el autobús un asiento libre alejado de esa gitana que ocupa el más próximo. Por eso el caso de un restaurante que ha decidido donar parte de las cenas de un mes para ayudar a un vecino ourensano enfermo de esclerosis lateral amiotrófica tiene mucho mérito. Lo tiene no sólo por el hecho en si -y lo que demuestra de sensibilidad hacia los demás-, sino porque posiblemente su iniciativa no sería analizada con la lupa siempre peligrosa de la cercanía si tuviese como destino, por ejemplo, a algún niño del Congo (entiéndase con todo el respeto para los niños del Congo). Esa lupa que siempre resta mérito al hijo del vecino, por mucho que sea el autor de un invento excepcional. Esa que nos hace adorar a la madre soltera mediática, pero alimenta la comidilla maledicente sobre la madre soltera de la puerta de enfrente. La peequeña solidaridad local, por decirlo de alguna manera, no viste tanto como la de las grandes y lejanas causas, por mucho que la primera sea tan necesaria o más que la segunda. Por eso tiene mucho mérito el paso adelante de este restaurante, como lo tiene el de las personas anónimas que sin dejarse llevar por pensamientos como «esto igual es un timo», o «valla usted a saber si lo necesitan o no, que igual tienen más que yo», han puesto sus pocos o muchos céntimos en las huchas repartidas en un barrio ourensano hasta sumar 500 euros.