Gracias, Virxilio, por todo

Juan Manuel Lazcano

OURENSE

20 sep 2011 . Actualizado a las 14:17 h.

Has muerto, camarada, en el eterno amanecer del mundo...».

Mira tú por donde, Virxilio, mi vagabunda memoria me lleva, tras su ausencia, a aquellos versos de Octavio Paz, quien tanto aparecía en nuestras conversaciones, entre vaso y vaso de vino. Quizás no sean los versos más adecuados ni los más tristes, como aquellos de Pablo Neruda, pues ni los tiempos están para amanaceres, ni tú eras hombre de ellos ni de tristezas, sino de la melancolía de los atardeceres y del permanente goce de vivir.

Tú inventaste el «solpor», y sé cómo. Porque me basta recordar aquellas largas charlas bajo los pinos del Cumial acompañados por el mencía de nuestro amigo Suso, mientras el sol declinaba y veíamos ensombrecerse enfrente de los montes de Toén y de mi pueblo adoptivo de Piñor. En realidad, si no lo investaste, al menos lo transformaste en inmensamente bello y próximo. Tanto es así, que creo que ahora el «solpor», posiblemente por celos de sus tablas, se engalana más.

En esas tardes, hablábamos de todo: de los paisajes y el dibujo de Rembrandt; me contabas tu fascinación por las escenas campesinas del viejo Brueghel, por el expresionismo alemán. Hablábamos de las putas (no de las de «dudosa reputación» así sentenciadas por tu hermano Manolo) de Evade, de tus padres, de los viejos personajes de Ourense, del ausente y querido gran amigo Agustín Pérez Bellas, de Fidalgo, de Gimeno, de Raúl, de tantos y tantos otros que formaron y forman parte de tu inmensa galería de la vida.

Te debo mucho, Virxilio. Puedo decir que la mía sí que es «deuda soberana», y no ésa de la que hablan ahora los «mercachifles» en los diarios. Te debo la alegría de los viajes que hicimos juntos. Recuerdo aquellos albariños de Alsacia en nuestro camino a Colonia, Bonn y Dusseldorf, donde, de tu mano, conocí lo que era el expresionismo alemán y el Riesling de las viejas «Kanaipes» alemanas que contaban entre su clientela a esas bellas y elegantes damas de Colonia. Esas damas ataviadas con sombreros que tú tan personalmente recreaste en sensuales tablas y dibujos, esas «cachondas del Paraguay» (país que, como todo el mundo sabe, se situaba en la cuenca del Rhin por aquel entonces) y que, apostadas en las paredes de la sala de Caixa Ourense en la Torre, quedaron estupefactas, pero íntimamente halagadas, al escuchar aquel rompedor poema que Antón Reixa te dedicó en una de tus más innovadoras exposiciones. Por entonces seguíamos siendo fieles al mencía (nobleza obliga) y, por aquello de que la fidelidad absoluta es absolutamente aburrida, contraatacábamos con el blanco de Antonio en el señero y popular Bar Ribeiro, donde cantábamos y nos destacábamos adecuadamente, acompañados de todos aquellos personajes, amigos, protagonistas y testigos de ese Ourense perdurable del que tan poca memoria va quedando.

Te debo, también, Virxilio, el confiarme uno de tus dones más singulares: el de apreciar lo sencillo y transformarlo, con tu pasión y tu humildad, en lo más bello y gozoso sobre el planeta, fueran aquellos rosados de Benavente acompañados de unas judías blancas o unos simples huevos fritos, fueran unos cafés con tostadas en el Alto de los Leones cuando viajábamos a Madrid a ver museos, a ver amigos, o fueran las figuras de unos segadores o vendimiadoras que tú guardabas en la retina y transformabas en magistrales pinturas.

Tú me diste la alternativa, como a los toreros, cuando me acompañaste a mi primera exposición en Coimbra. Corría el año 1992 y corrían también los «encalatradores» vinos de la Bairrada, que descubrimos gracias al buen Don Elixio («o Patrao») y demás cofrades, a los que asombrábamos cantando aquellos fados de Marçeneiro que rescataste casi del olvido y que nos unirán par siempre donde quiera que estemos.

Te lo debo también.

¿Qué más se puede decir de ti? Un personaje que inventa o descubre atardeceres, que te desvela la historia íntima de una ciudad, que bebe y ríe contigo, que te enseña a ver como sólo puede ver un pintor, que te muestra su más personal forma de abordar su oficio, tal como tú lo ejercías, Virxilio, acariciando las pinturas y las cosas de este mundo con tu mirada de niño picarón, «un niño pintante», como tú con tu travieso humor te definías. Y, sobre todo, ¿qué más se puede decir de alguien que te ofrece sin condiciones una profunda y bella amistad? Sólo se puede decir: Gracias Virxilio!!!