
No sé cuanto tiempo ha de pasar para que los efectos secundarios desaparezcan. A la resaca es fácil ganarle la partida: retrete, ducha y dos copas de vino. Ni una ni tres; y así es probable que nunca más te pierdas un domingo.
En mi caso los remedios estándar suelen resultar inútiles y todas las dolencias punzantes del día después o bien desaparecen taciturnas o se dedican a revolotear por toda la habitación hasta que dejo de prestarles atención. Decía Paul Anka que si uno no los mira, los monstruos se esfuman del aburrimiento. Todos menos tú, obstinado y eterno.
Puse fin a la obsesión casi compulsiva de hacer siempre lo correcto con el fin de liberarme a mí mismo y coquetear iluso con acciones y reacciones. Opté por probar las setas de la alegría confiando ciego y desacertado en la información que un buscador de Internet me ofreció con
menos clics de lo esperado. No fue difícil escoger cuales -me decanté por las de la risa, sin visiones extrañas- pero sí acertar con el lugar adecuado en que el peligro esté bien lejos de cualquier efecto desafortunado. Entendí que sería mejor algún sitio donde el tráfico de gente pudiera rescatarme en caso de desastre, y observando el interior de mi armario del pasillo el viejo disfraz de Caballero de la mesa Cuadrada me asaltó de frente. Faltaban cuatro días para la Festa da Istoria, recreación medieval donde jóvenes y mayores conviven disfrazados entre botellas de vino, antiguas justas a caballo y danzas macabras imposibles de algún siglo ya muy lejano.
Sentí que la amenaza de riesgo se alejaba un poco más cuando la obligación tradicional de cambiar mis euros por maravedíes era un requisito innegociable. Sin dinero de verdad uno no puede llegar demasiado lejos.
Un trago del vino barato que mis amigos habían comprado nada más entrar y una dosis justa de aquellos hongos para que la cabeza no saliese corriendo impetuosa entre los cientos de personas. Empecé a dudar de la autenticidad de mi compra. La risa y las carcajadas no llegaban, los colores no se excedían unos con otros, el estallido de la euforia no explotaba y la introspectiva carecía de melodrama alguno. Solo el vino fue aliado.
Ya rendido a la posibilidad de fracaso en el experimento de abandonar lo apropiado, me senté en el suelo lejos de la recreación medieval apoyando la cabeza sobre mis manos y, tras un suspiro náufrago de derrota, un pitufo azul de metro ochenta pasaba por mi lado danzarín, despreocupado. Mi expresión se tiñó del mismo tono azul y la taquicardia me atacó despiadada durante varios minutos, demasiados. Las carcajadas ensordecieron todo mientras yo me acercaba a mi grupo en busca de refugio ante la alucinación.
«Mira de nuevo» me dijeron. El pitufo lucía en la espalda un enorme «Se nos casa» al que seguían varios escuderos fieles y ebrios a los que no dejaban entrar más allá del límite de la Istoria.
Huí del juego con lo inapropiado. Las setas solo para el revuelto.