Maldito cotillón miserable

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

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16 feb 2019 . Actualizado a las 10:53 h.

Al final todo es una cuestión de honestidad.

Aunque ser honesto no siempre suponga una tarea sencilla, a veces es culpa de la cabeza que se va a otro lugar, casi siempre sin permiso, y la reacción a las normas establecidas -sobe todo en lo sexual- se convierte en una maraña de intuiciones absurdas. La actriz sin guion. El amante sin erección.

Y a menudo me obligo a vivir en esa parte de los días donde uno no corre el riesgo de equivocarse en el camino. Voy a sitios donde el código es incuestionable y los turnos fijos. Como en la carnicería de mi barrio.

Lo aprendí hace algún tiempo. En 1997.

La vida dio un vuelco imprevisto que mi ropa interior todavía infantil no sabía como gestionar y la amenaza de tener una cita en Nochevieja me paralizó más brusco, si cabe, que el bótox congela rostros y expresiones.

Ella tenía un año más que yo, quizás dos, me hablaba de una fiesta en el bar Rojo.

Con cinco mil pesetas tendría derecho a toda la bebida que fuese capaz de ingerir, un ropero donde guardar el abrigo y una pequeña bolsa miserable de cotillón donde siempre faltaba el matasuegras.

Quien sabe, quizás el precio también me concedería algún sueño inasequible de adolescente.

Uno antes de ti.

Llegué allí impoluto, la camisa blanca de mi hermano y la confianza de mentira que mi padre trató de incluir en mí.

Era un bar muy viejo. Desde fuera y a través de la puerta de cristal observé el suelo de baldosa, era verde y había perdido todo rastro del brillo que alguna vez le hizo ir a juego con la barra. Las paredes llenas de espejos de suelo a techo, supongo que colocados con la única intención de no perderse cada movimiento desde cada esquina.

La privacidad absorbida y el olor a serrín húmedo. Los vasos de plástico y la música demasiado alta. No sé porqué se llamaba Rojo si en realidad todo era verde. Incluso el humo.

Ella, como era de esperar y tal cual estaba escrito con antelación en mis planes, me ignoró durante las primeras horas.

Yo me dedicaba a cumplir obediente las normas: las copas, los bailes y mirar de soslayo en busca de mi oportunidad.

Perdí la serenidad y me rendí al futbolín que el señor del bar había dejado al fondo para los de poca habilidad social como yo.

Y fue entonces que vino a buscarme. Me arrastró al baño, uno de esos baños incómodos de azulejo blanco sucio, de suciedad, no de Pantone.

-Creo que siento cosas aquí dentro- dijo poniendo la mano debajo del pecho.

-Yo también- le contesté con un aliento sórdido.

-Pues agárrame tu primero, yo lo haré después- y comenzó a vomitar mientras mi mano evitaba que su cabeza se golpease contra el retrete en cada embestida.

Fui coherente con la situación y también vomité, sin yo quererlo, solo por una cuestión de honestidad, por no dejarme llevar a la improvisación y encontrar otro final, uno que no quería.

Amorticé, eso sí, las cinco mil pesetas en vodka con limón, disciplinado en las normas y sin matasuegras.

Maldito cotillón miserable.