Madrid es menos

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

12 oct 2019 . Actualizado a las 13:17 h.

Fue un miércoles que decidí abrir el libro Cosas que pensé que podía decir después de una discusión. Libro autoeditado que todos guardamos bajo la cama, para que la estupidez no nos exponga torpes y lentos ante nuestra negada manera de caer derrotados.

Perder duele más que algunos golpes. Más incluso que el calor de octubre. El fracaso digno. El consuelo moderado. Fue por morriña -esa insólita sensación de carácter gallego incomprensible más allá del túnel del Padornelo- que una batalla dialéctica estropeó mi última visita a Madrid. Esa fea costumbre de no saber asentir y callar, porque, para qué engañarse, no tener voz ni voto, hace la vida mas feliz. Pero a mí me educaron bajo la descabellada y arriesgada norma de decir lo que pienso. Maldita y garrafal herencia familiar que me han dejado: el pensamiento personal. Ser yo y no ser como los demás.

Fue en Madrid que, como he dicho, me asaltó la morriña. No tuvo nada que ver el precio justo y cordial de la cerveza. Tampoco que la cerveza no sea cerveza sino tercio, nombre airoso de gran posición social que nunca da a equívoco; la tristeza se me sentó al lado porque mi interlocutor, usando una atractiva y sofisticada J al final de algunos verbos, no comprendía esta sensación de desarraigo que estar lejos de mi pueblo producía en mí. Echar de menos. Extrañar. Le expliqué que vivir se podía hacer insoportable si uno se va lejos. Que en Madrid viven muy rápido, que nosotros ya nos hemos acostumbrado a esta calma y a esta tranquilidad excesiva donde no hacer nada es un estado definitivo y absoluto.

A no trabajar, porque es por la bendita calma que el trabajo se fue muy lejos. ¡Como si fuese necesario! Le dije que hace años que los viernes no son lo mismo. Sobre todo desde que quitaron el exquisito cine porno de los 70 de la cadena local. La Ribeira Sacra. Sexo delicioso donde la cantidad de pelo era proporcional a la capacidad de producir placer.

Que en Madrid las señoras no te golpean con el paraguas los días de lluvia para que sepas por donde vas, como solo aquí lo hacen, recordándote que el camino estrecho y seguro bajo las cornisas está reservado para ellas. Gentilezas que a menudo olvidamos. Que aquí vivimos bajo la seguridad de todas las miradas atentas desde todos los rincones. La tranquilidad que produce la falta total de intimidad.

Todos saben dónde estás, con quién estás, incluso qué has bebido o la marca de tu camiseta. De qué hotel has salido el domingo. En qué coche también. Lo sabe tu madre, tu vecina del cuarto, el señor gordo del kiosco de la esquina.

Y mientras, vivimos sin las cadenas irrompibles de la puntualidad del Metro. Disfrutando de la libertad de horario con la que gozan los autobuses urbanos de la ciudad. Sin la atadura del reloj. Sin la prisa por llegar.

Le expliqué que nadie puede llegar a vivir sin el aroma a huevo podrido que sube por el puente de la Alameda. Que Madrid es menos. Y que no nos gusta irnos lejos.