Hay quien se pasa casi el año entero esperando el verano para que al final se marche en un suspiro. Eso ya provoca mirar con recelo la llegada del otoño, esa estación indeseada que trae consigo días más cortos, el colegio y hasta la gripe. Con esa mala fama, ¿a quién se le ocurre mantenerla? En su eterno dilema de si dar o no un paso adelante con el modelo de país, España sigue anclada en el anhelo de las playas, el sol y las películas de Alfredo Landa en el Mediterráneo. En cierta forma, el anhelo de la supervivencia siendo el resort de Europa. En cierta forma, atada al cortoplacismo.
El coronavirus quizá haya multiplicado una realidad que nunca nos abandonó: que tenemos la tendencia inicial de dejar los deberes para el último día. Supongo que incluso ahí encuentro paralelismos con mi equipo de fútbol, aunque esto es otra historia. Se acuña más que nunca el famoso dicho del «carpe diem», más gastado que las suelas de las botas de un peregrino, porque lo difícil es asumir que nos hemos acomodado en la incertidumbre. La sufrieron las generaciones que se llevó por delante la crisis del 2008. Primero se quedaron en shock. Luego, se interiorizó que lo normal era eso: vivir sin futuro definido.
En el que seguramente se trata del año más extraño de nuestras vidas, planear se ha convertido casi en una quimera. Tal vez sea la prueba de fuego que precisa desde hace tiempo la clase política. Una prueba de su altura de miras, aunque generalmente apunten al fango. Y no hay una «nueva normalidad», solo un empeño constante en cacarearla, como si el coronavirus estuviese de paso, mientras la esperanza es volver a nuestra vida de antes, aquella en la que ya dábamos palos de ciego.