Se me fue el querer

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

A MERCA

Santi M. Amil

24 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

No es nada sencillo dejar todas las cosas que uno tiene que dejar. Las que acumulas en el estante de arriba del armario entre las sábanas de invitados y la nostalgia ineficaz que solo retuerce impasible viejas historias. Malditos recuerdos.

Yo dejé de dejar para evitar asfixiarme con el olor a podrido que sale al abrir ese armario. Abandono todo por el camino cuando ya no lo uso, algunos amigos lo saben bien.

No sé querer mejor. No soy capaz tampoco.

Es una falta de empatía con el amor que ninguna eminencia de la medicina comprendería nunca, no tiene explicación coherente, pero sí tiene explicación.

Durante los años ochenta los Pedrouzo gastábamos los fines de semana en una casa con piscina que mis abuelos habían comprado en Outeiro Calvo. Un diminuto pueblo escondido a medio camino entre A Merca y El Piñeiral donde apenas había diez casas divididas en tres calles: la principal, otra que llevaba a la fuente y mi favorita, la que servía de puerta trasera al monte entre ortigas de metro y medio de alto a ambos lados. Donde mi hermano David aterrizaba a menudo con su bicicleta BH azul.

La casa estaba decorada con olor a humo de chimenea por dentro y banda sonora a base de ladridos y cacareos desafinados por fuera.

Entablé amistad con un pequeño cerdo -quizás por una cuestión de tener un tamaño parecido o por el sencillo hecho de que parecía escuchar con atención- y a menudo me escapaba por la noche para llevarle a dormir en la cama gemela que David dejaba vacía a mi lado las madrugadas que pasaba en casa de su amigo José Luis. La eterna huida de los niños mayores que después quieren volver a ser pequeños. Éxodo inevitable en todo ser humano.

Fue una noche de verano durante una cálida tormenta inesperada que se me fue el querer.

El día anocheció entre el ruido bravo de todos los animales que se mezclaba con el zumbido sordo del bamboleo de los árboles que todavía no habían dejado de crecer. Bajé en busca de Ramón -así decidí llamar a mi amigo- más temprano de lo normal, por si estaba asustado, el miedo a solas da mucho más miedo. Él había engordado más rápido que yo de modo que corrió detrás de mí hasta el piso de arriba. Nos quedamos dormidos.

Desperté sobresaltado por un trueno seguido de un golpe atroz que hizo tambalear el suelo de la habitación. Allí postrado sobre la alfombra el animal se quejaba en silencio; aquella manera diabólica de tronar había provocado su caída, el susto le empujó casi literal fracturando una de sus patas.

Se lo llevaron. Nunca más volví a verlo, sin explicación, y me convencí a mí mismo de que Ramón y yo tampoco nos quisimos tanto.

Sentí el amor durante un minuto aquel noviembre, época de filloas, en un típico paseo sin destino de mi abuela que siempre terminaba en As Burgas. El letrero de Jamones Martínez parecía llamar mi atención desde el otro lado de la calle, como si un dedo índice me tocase el hombro desde atrás.

«Será el hambre», pensé. Ahora sé que era el querer.