«Me escondí con los bebés en la lencería del hospital de O Barco cuando entró un padre con una escopeta para llevarse al suyo»

Fina Ulloa
fina ulloa OURENSE / LA VOZ

O BOLO

Carmen en la plaza de la Marina de la capital ourensana
Carmen en la plaza de la Marina de la capital ourensana Santi M. Amil

Carmen Diz acaba de jubilarse y cerrar una trayectoria de  44 años y 200 días como enfermera: una profesión que resume en «sentir que has dado mucho, pero que has recibido el doble»

28 jun 2025 . Actualizado a las 15:54 h.

Carmen Diz es una enfermera vocacional. Siempre tuvo claro que quería ayudar a la gente y sus primeras palabras en la entrevista son para agradecer el apoyo que recibió de sus progenitores para conseguir su meta. «Yo creo que heredé de mi padre el sentido de servicio a los demás», dice. También fue él quien la llevó a su primer destino, nada más terminar la carrera. «Era habitual. Por entonces no había paro ni listas», matiza. Aceptó una plaza de matrona en el Concello de O Bolo. «Era un destino lejos de casa y encima, aunque era verano, hacía un frío de escándalo. Mi padre me dijo: ‘‘Sube al coche, aquí no te dejo’’. Pero soy tauro y allí me quedé», resume.

Aunque ni ejerció de matrona ni le pagaban como tal, recuerda aquella época con especial cariño. El consultorio estaba en la casa del médico. No había centro de salud, pero tampoco pensión en la que alojarse. «Viví con la familia del alcalde mientras me preparaban un pequeño apartamento en la antigua escuela. Tanto Félix como su mujer y el resto de los vecinos se volcaron conmigo», cuenta.

Aquellos dos años y medio fueron un reto. «Vivíamos sin teléfonos. La única comunicación era por carta y quedar en la cantina a una hora. Con los maestros, el veterinario y el farmacéutico éramos una pandilla que en el año 82 suponíamos una revolución, porque todos estábamos emparejados sin casar», narra. En lo profesional, también llevaron cambios a la localidad. «Pusimos punto y final a las igualas, unas propinas que dejaban los pacientes en un platillo, y comenzamos un trato más de tú a tú. Creo que nos apreciaban y valoraban. Además de respetarnos, nos querían y nosotros correspondíamos y realmente me siento orgullosa de haber estado al servicio de un fantástico pueblo del que me fui llorando», dice.

Marchó en concreto para el hospital de O Barco. «Allí nació mi hijo mayor y todos éramos como una familia. Había muchas parejas muy jóvenes con niños y la guardería funcionaba de noche, sábados y domingos incluido. En este hospital fue realmente donde aprendí a manejarme», relata. De aquella época de cambios sociales y en la propia consideración de la profesión, guarda multitud de anécdotas. Fue testigo del primer trasplante de una mano seccionada hecho en Galicia. «Lo que hizo el doctor Saavedra y el resto del equipo en un hospital tan pequeño era lo nunca visto. Fue espectacular y memorable», valora. También vivió un asalto con escopeta incluida al hospital. «Un padre quería llevarse a un recién nacido porque se lo habían retirado del Servicio de Menores. Yo estaba embarazada de nueve meses, cogí a los bebés, que era costumbre tenerlos en el control de enfermería por las noches para que las madres descansaran, y los escondí en una habitación pequeñita que nos servía de lencería. Luego ya aparecieron los médicos y celadores y el hombre escapó por la ventana», relata.

Más tarde llegó el traslado al CHUO, donde pasó por varios servicios. Comenzó en neumología y terminó como coordinadora en ginecología y pediatría. Esta última especialidad también la marcó: «Es una entrega doble porque cada niño tiene una familia y sus circunstancias. A veces es complicado explicar a los jefes que también los tiempos son dobles. Hay que contarle las cosas al niño como niño, con seriedad y sin mentir, con paciencia y con ternura; y luego a los padres como responsables». Dice sentirse orgullosa de la humanización de este servicio que los profesionales han hecho posible. «Ahora los niños están acompañados 24 horas y aquellos llantos en la unidad de lactantes y preescolares se terminaron. Hoy somos más profesionales y más vocacionales», opina. Asegura que pediatría es un servicio muy exigente en lo emocional. «Lo peor es que te lo llevas a casa en el corazón. No puedes sacarte de la cabeza los tres pinchazos fallidos, un diagnóstico doloroso, unos padres sin consuelo. Lo más duro es sacar fuerzas de no sabes donde y palabras de consuelo que no das pronunciado pero que debes decirlas porque eres una profesional», cuenta. De todos modos, todo lo da por bueno. «Ser enfermera es tener la satisfacción de haber dado mucho y sentir que has recibido el doble», concluye.

«Los últimos años de servicio fueron los más difíciles»

Cuando se le pregunta cómo lleva la jubilación tras una vida laboral tan extensa, Carmen hace gala de espíritu positivo. «Ahora toca viajar, ir a ver a mi nieto y a mis hijos sin estar contando días de asuntos propios. Puedo leer hasta tarde y dormir sin la angustia de no sentir vibrar el despertador», dice esta mujer que ha hecho gala de coraje en muchos momentos de su vida. «Tengo una hipoacusia severa y la comprensión la apoyo en la lectura labial» relata para explicar lo que supuso la generalización del uso de las mascarillas durante la pandemia. Pero ni el covid pudo con ella. «Estoy eternamente agradecida al apoyo de mis compañeros que me ayudaron a superar mis limitaciones físicas. Los últimos años de servicio fueron muy difíciles», reconoce. De esa etapa recuerda «noches terribles en medicina interna o neumología, donde fallecían varios pacientes durante tu turno», pero dice que prefiere rememorar «el abrazo del compañero en un día malo, el de unos padres agradecidos, o del beso del niño que se va a casa».

Quien es

  • El DNI. María del Carmen Diz Rodríguez nació en Ourense en 1960. Es la mayor de cuatro hermanos. Forma parte de la primera promoción de diplomados en Enfermería de la Universidad de Santiago de Compostela y ejerció la profesión durante 44 años y 200 días.
  • Su rincón. Su vida familiar y personal gira en torno a las calles del barrio de A Ponte y atesora recuerdos en muchos de sus rincones, desde las quedadas con la pandilla a los ensayos de la tuna que su padre, Eladio Diz Ojea, recuperó cuando presidió La Troya.