Esta semana han pasado muchas cosas graves de las que no quiero hablar todavía: lo de Solsona, lo de Malasaña, lo de O Carballiño. Además, ayer fue el día de la prevención del suicidio y nos dan datos terribles, diez al día, con los varones arrasando (75 %). Pero nadie parece darle importancia. Y, encima, justo hoy se cumplen veinte años de aquel 11 de septiembre que arruinó nuestro mundo libre. Muchas publicaciones coincidieron en titular a página completa solo con la fecha, para indicar el carácter histórico. Tenían razón. Empezó la época dorada de las empresas de seguridad y de los contratistas militares: «¿A cuánto me saldría que tomarais aquella aldea de allá?»; el tiempo de las epidemias: primero falsas, luego reales; el tiempo de la felicidad medicalizada; y el del aislamiento, delicadamente instrumentado por las nuevas tecnologías, que, de paso, han ido cargándose el periodismo: se ha llegado al colmo de convertir en noticia habitual lo que ocurre en Twitter y en los realities televisivos, mientras se aleja un poco más de la calle.
El 11-S inauguró otra edad del miedo y no solo del miedo a las masacres terroristas. Nos entró, sobre todo, un miedo tremendo a la libertad: a la ajena y a la propia, que es consecuencia de mentirnos sobre la muerte. Moriremos pronto, por mucho que vivamos. El domingo escuché a alguien rebosante de gozo con la llegada de su primogénito, como si estuviera regañándose: «¿Perseguir la felicidad? ¡Eso es la infelicidad!»
Desde el 11-S nos han puesto a perseguir la seguridad y la salud. Quieren encerrarnos con nuestras pantallas para que juguemos eternamente. Como si fuéramos idiotas dispuestos a financiar nuestra propia esclavitud.
@pacosanchez