La cartelera teatral que presenta Caixanova, se ha vestido de seriedad al programar un título tan importante como la Sonata de otoño del cineasta, guionista y escritor sueco Ingmar Bergman. Cuando el periodista Juan Cruz le preguntó si se consideraba un buen escritor, Bergman contestó: «Yo no me siento escritor, me siento un hombre de teatro, de películas. A pesar de haber escrito toda mi vida (guiones propios y para otros), el hacer películas y hacer teatro me resulta más preciso que escribir porque tienen que ver con mis emociones y yo al público no podría dárselas directamente».
En una buena versión y espléndida dirección de José Carlos Plaza en colaboración con Manuel Calzada, en una noche otoñal nos topamos con la Sonata de otoño. Trata de la relación de una pianista de fama internacional y su hija, a la que desatiende por dedicarse a su carrera. La acción se ubica en la rectoría de una pequeña ciudad de Noruega, en pleno campo. La historia comienza cuando el pastor luterano Víctor cuenta como conoció a Eva, corresponsal de una revista eclesiástica que asistió a un concilio luterano para cubrir el evento. Víctor le propone el matrimonio y la periodista acepta. Forman la familia y Eva colabora con su marido en las labores de la parroquia. El matrimonio pierde a su hijo que se ahogó cuando iba a cumplir cuatro años. Eva escribe a su madre, invitándola a pasar una temporada en la casa parroquial, dado que hacía siete años que no se veían. Al llegar, Carlota se disgusta al enterarse que su hija menor, Elena (la cual había internado en un centro debido a una enfermedad cerebral degenerativa), está en casa al cuidado de Eva y de su marido.
Amor-odio
En este punto empieza a aflorar nuevamente la dicotomía amor-odio entre madre e hija, el deber materno y el amor profesional, la disyuntiva de ser madre y ser artista, el egoísmo de hacer lo que a una le gusta y lo que la ata la familia. Un duelo de amor y desamor asfixiante. El acaloramiento se tensa y se suaviza por veces. Una hija que necesita a su madre y una madre que necesita desarrollar su carrera. Es evidente la falta de comunicación materno-filial, desde siempre. Reproches, ternura, aspereza, dulzura, resentimiento, ilusión? todo sabiamente trabajado en un guión de impecable factura, de disección de dos almas antagónicamente unidas, que da pie al lucimiento de los actores y de manera especial de las dos protagonistas. Un maremoto de tensiones nítidamente representadas, sobre todo en una de las últimas frases de Carlota, antes de partir: «No tengo tiempo de conocerme a mi misma. Lo importante es vivir».
Actores
Cuatro son los actores de la obra, a cada cual mejor: Chema Muñoz, como Víctor, el pastor luterano y marido de Eva, desarrollado con muchísima serenidad y fiel presencia en el equilibrio del dramatismo de las demás actrices. Pilar Gil, como Elena, la hija menor de la pianista, conmovedora actuación en el breve y dramático papel de enferma, en la silla de ruedas o arrastrándose por el suelo, con unos balbuceos que entendía perfectamente su hermana y que en su desgarradora escena final, al decirle delicadamente su cuñado que su madre se había ido una vez más de casa, en su crisis y entre balbuceos, pareció entendérsele: «¡Qué venga mi mamá!». En el papel de protagonista, Marisa Paredes, como Carlota (Charlotte), la famosa pianista y madre un tanto desnaturalizada, vanidosa, superior, distante, impertérrita... un papel desagradable que desarrolló con gran solemnidad y profesionalidad. Finalmente, Nuria Gallardo, en el rol de Eva, dulce y abnegada persona que de tanto amor y querencia hacia su madre la idealizó de sobremanera. Electrizante en su papel. La mejor, con mucho.
Cabe destacar la impecable escenografía que, pese a la sobriedad, ofreció planos de luminotecnia que en el escenario resaltaba varias situaciones a la vez y, sobre todo, fue capaz de reflejar al público esa característica luz otoñal nórdica. Impactante velada.