Tres pontevedreses con esquizofrenia que conviven: «Con 12 años fui por primera vez al psiquiatra»
PONTEVEDRA
En un piso tutelado de Pontevedra, tres varones con enfermedad mental cuentan cómo les cambió la vida esta vivienda compartida: «Con la familia era muy difícil estar»
13 oct 2025 . Actualizado a las 19:27 h.Supongamos que se llaman José, Manuel y Antonio. Supongamos. Pero esos no son sus nombres verdaderos. Porque, aunque este viernes 10 de noviembre de conmemoró el Día de la Salud Mental y en teoría cada vez hay más conciencia sobre esas patologías que a veces parecen invisibles pero que afectan tan gravemente al ser humano, la esquizofrenia sigue teniendo encima un estigma; un peso demasiado grande. Y ellos tres tienen diagnosticada esa patología. Así que no enseñan sus caras ni se identifican. Pero sí cuentan. Conviven, junto con un cuarto compañero más reservado que prefiere salir de casa temprano y esquivar la entrevista, en un piso tutelado en Pontevedra; una vivienda de la asociación Alba a la que les derivó el Sergas y de la que no tienen fecha de salida. Estarán el tiempo que necesiten.
Son las 9.45 horas. Y en el piso, en un edificio antiguo y austero ubicado a tiro de piedra del hospital de Montecelo, las tareas del hogar ya están resueltas. Camas hechas, salón recogido, desayuno fregado... Lucía, la tutora, supervisa que, efectivamente, todo esté en orden después de haber repartido la medicación. Luego, se acerca a la nevera para comprobar qué es lo que toca hacer. Porque en esta casa las rutinas son imprescindibles. Y los repartos de quehaceres también. Todo está escrito en dos folios en el frigorífico. Quién debe hacer cada cosa, a qué hora, qué día. Los martes y jueves toca hacer la compra. Hasta está especificado quién hace de pinche cuando otro compañero cocina y qué le toca echar a la sartén cada comida. «Las rutinas funcionan muy bien», señala con ansia Lucía.
Justo cuando están a punto de confeccionar los menús, los tres varones toman asiento en el salón para charlar un rato. Los compañeros de este piso tienen 48, 47 y 40 años. El del medio, que no sabe ni encender el televisor porque confiesa que lo suyo es la lectura y salir a andar en bici —termina una novela por semana—, cuenta con precisión cómo debutó con su enfermedad. Fue pronto: «Fui al psiquiatra por primera vez con 12 años. El problema fue que me sentó mal la medicación que me dio y la acabé dejando. Pero no estaba bien. A los 18 años fue cuando tuve el brote. Sufrí alucinaciones y sentía que era Jesucristo. Fue algo muy fuerte. Yo estaba trabajando en una tienda que tenía mi padre, había empezado a fumar hachís y tuve un brote muy fuerte», dice. Estuvo años conviviendo con la enfermedad y con sus padres.
El cambio en su existencia
Dice que el fallecimiento de su progenitor lo llevo relativamente bien, pero el de su madre se le clavó en lo más hondo: «Quería muchísimo a mamá, fue muy difícil». Tras quedarse huérfano, intentó seguir conviviendo con la familia, con su hermana, pero las cosas se complicaron: «Chocábamos mucho», dice. Y un día, hace ya años, llegó a uno de los pisos tutelados de Alba. Dice que la vida le cambió mucho, y para mejor: «Aquí tengo independencia, leo, pinto cuadros —el piso está decorado con sus creaciones— y estoy bien. En Navidad y algunas otras veces voy con mi familia y fenomenal, pero la convivencia no podía ser», indica.
Él se siente ahora con tanta fuerza que ayuda a los que llegan nuevos al piso. Lo sabe bien el varón de 40 años que tiene al lado en el sofá, que aterrizó solo hace unos meses en el inmueble de Alba, con un diagnóstico de esquizofrenia y, además, discapacidad intelectual. Él, risueño todo el rato, cuenta que su vida fue cuesta arriba desde que nació, con un contexto familiar muy desestructurado: «Sufrí desnutrición porque no me daban de comer», cuenta. Y, tirando de humor, todos le replican que esa etapa ya pasó y que ahora está echando barriga. «Aquí hay una cosa que le llamamos el síndrome del piso, porque todos los que vienen a vivir acaban con barriga... aunque yo no la tengo porque mucho en bici y juego al fútbol», intercede su compañero.
La desnutrición fue el principio de una infancia marcada por muchas calamidades. Con todo, fue tirando mientras vivió con su madre. Pero las cosas empeoraron sobremanera cuando ella se hizo mayor y se marchó a una residencia. Solo, con muchas dificultades y en una vivienda en la que le faltaba prácticamente de todo, su cabeza no daba para más: «Comía legumbres en latas o cosas así, no sabía cocinar. Además, me junté con gente que no debía y acabé metido en problemas bastante gordos», señala.
«Ahora tiene buenos amigos»
A su lado, los psicólogos de Alba y su tutora afirman con la cabeza y espetan: «Él ahora tiene amigos buenos, los de antes no lo eran, porque se aprovecharon de él...». Y el propio varón acaba la frase: «Sí, acabé metido en eso de la droga». Se hace silencio unos minutos. Pero, por suerte, este hombre sigue hablando: «Desde que llegué aquí estoy en la mejor etapa de mi vida, hago cerámica, camino. Al principio fue duro, me escapaba. Pero ya no». Habla así y se abraza a una bandolera que le regaló un tío. Este fin de semana volverá a su tierra. Va a ir a una fiesta. Pero ya nada es como antes. Es mejor. Se nota. Lo saben bien todos.