Con 16 años llegó al Peixe Galego sin haber jugado nunca un partido
13 ago 2015 . Actualizado a las 05:05 h.Edmond Koyanouba no había jugado en una pista de baloncesto hasta que llegó a Marín en el 2011. Con 16 años hizo su mochila en Chad con lo mínimo y emprendió una aventura sin saber un poco lo que le depararía el futuro. Ahora, con un español casi perfecto, recuerda frente a un refresco cómo llegó a este deporte que le ha dado la vida. Sus 2,08 de altura solo imponen en la pista. Fuera de ella no deja de ser un chico de 20 años que aún conserva la misma ilusión por triunfar que trajo del Chad. Y si el éxito no le llega, no descarta trabajar como mecánico, una profesión para la que se ha preparado.
Edmond recuerda que su hermano, aficionado al baloncesto, siempre le decía porqué no practicaba este deporte. A simple vista, a cualqueira le parece una modalidad hecha para él, pero «no me interesaba, no hacía caso a eso», señala. Hasta que un día, un amigo le pidió que lo acompañase a un partido y mientras esperaba por él en las gradas, el entrenador del equipo se sorprendió al verlo. «Me puse de pie al acabar el partido y cuando me vio, vino a preguntarme si me gustaría jugar al baloncesto», explica Edmond. Días después acudió a un campus y pensó que esa sería la última vez que tocaría un balón. «Un mes después me llamaron para decirme que había un club interesado en mi», recuerda el jugador, que casi sin pensarlo se vio viajando solo a Marín. Reconoce que fue un año duro sin su familia, tan joven y solo, su único refugio eran sus compañeros de piso y equipo. «No entendía ni como jugaban, me costó mucho», explica.
Edmond se fue haciendo mayor en el Peixe, donde compaginó el equipo júnior con algún partido en el primer equipo. De ahí se trasladó a Ferrol y en las dos últimas temporadas jugó en el filial y el equipo de LEB ORO del Valladolid. «Tuve varias ofertas este año, incluso de Argentina, pero quise venir a Marín, aquí es donde aprendí», indica el pívot, que no ve competencia en la categoría: «siempre hay que pensar que nosotros somos los mejores». Vuelve al Peixe Galego como una especie de agradecimiento a todo lo que hicieron por él y para seguir disfrutando de los calamares y el pulpo. «Todo lo que venga del mar le encanta», dice uno de sus mejores amigos, Óscar Matesanz, que compartió horas de juego con el él en el Peixe.
Pero qué hace que la directiva del equipo haya puesto la mirada en Edmond cuando vivía a miles de kilómetros. Su entrenador, Javi Llorente, asegura que «el valor humano que tiene y lo trabajador y luchador que es, le hace un chico diez. Irá ganando minutos a medida que avance la temporada», explica. Su altura le convierte en la torre del Peixe, en una especie de muralla que le hace fuerte defensivamente. «Nos ofrece intimidación y rebotes, es muy grande. Esta última temporada dio un salto de calidad importante en el aspecto defensivo», puntualiza el técnico.
Su fortaleza física le llevó hasta la selección nacional del Chad para participar en la Copa de Baloncesto de África. «Era la primera vez que participaba, pero quedamos de terceros, no está nada mal», resume Edmond, que promete al Peixe «ponerse las pilas e intentar luchar para sacar lo mejor de si mismo».
En la pista sueña con lo más alto, pero fuera de ella añora su país natal y a su familia. Estuvo este verano con ellos, pero la vida allí es muy distinta. Él no sabe decir si mejor o peor, pero confiesa que «echo de menos el ambiente». Allí dejó a sus padres y seis hermanos, otra de ellas está en Francia. Cuando le preguntas si se arrepiente de su aventura española, apenas duda: «Después de la oferta, lo mejor es intentarlo». Y en eso está. Hace cinco años que metió en un su mochila todo lo que necesitaba para sobrevivir: recuerdos e ilusión.