La muerte serena de Miguel, el hombre que encontró la dignidad viviendo en la calle

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

RAMON LEIRO

Miguel Luque murió en Pontevedra a los 67 años. La vida le había pasado factura a su cuerpo. Pero no a sus ideas claras

13 feb 2020 . Actualizado a las 19:56 h.

Miguel Luque Fajardo falleció el domingo en Pontevedra cuando acababa de estrenar los 67 años. Su muerte fue temprana. Sin embargo, los que le conocían y querían tienen muy claro que Miguel vivió lo suficiente para ser lo que quería ser: libre y justo. Y quizás por ello su final fue sereno y tranquilo. Le despidieron algunos amigos en el cementerio de San Mauro, en un entierro pagado por el Ayuntamiento pontevedrés. Estaba allí su familia oficiosa; las personas con las que decidió compartir una vida escrita con algunos renglones torcidos por la falta de oportunidades o los años durmiendo en la calle. Pero, también, una vida en la que nunca faltó la dignidad.

Miguel era natural de Huelva, pero el trabajo naval le hizo recalar en Marín, donde se casó y tuvo una hija. Un día comenzaron los vaivenes laborales, el sentirse «un escravo», como este jueves recordaba una de sus mejores amigas, las malas rachas... Y, antes de cumplir los 50, acabó, literalmente, en la calle. Se convirtió en un sin techo, pero jamás fue un don nadie. Porque Miguel, amante de la canciones de Jorge Cafrune y lector de la Biblia, encontró la dignidad durmiendo entre cartones. Los años a la intemperie le dieron para convertir su vida en reflexión, para analizar por qué tantas personas terminaban sin hogar. Un día, allá por el 2012, uniendo su esfuerzo al de la trabajadora social Pepa Vázquez, ayudó a fundar Boa Vida, un colectivo de personas en riesgo de exclusión social.

Miguel recorrió España de albergue en albergue, de banco en banco. Pero siempre volvía a Pontevedra, sobre todo cuando la concesión de una Risga le permitía dormir de nuevo en una cama y levantarse en una pensión que nunca le era ajena porque donde él estaba sobraba calidez. A veces pedía en la iglesia de Santiaguiño do Burgo. Allí, hablaba con todos. Y, sobre todo, escuchaba al prójimo. A veces, regañaba al cura: «Llega tarde, señor párroco», le decía. Y el sacerdote le contestaba: «Da igual, tú estás haciendo parte de mi trabajo».

Puede que no ganara muchas batallas, pero Miguel estaba orgulloso de haberlas peleado. Se enorgullecía de haberle pedido al alcalde que abriera las duchas del pabellón para que los sin techo se aseasen. Fue a ver al Papa para hablarle de la expresión máxima de la pobreza, de vivir con lo puesto,... Y «nunca lle negou a axuda a ninguén», como recuerdan sus amigos. Es más, si alguien quería enfadarle, solo tenía que criticar a un toxicómano, a un alcohólico o a un paria. «Sempre dicía que bastante desgraza tiñan», comenta Pepa Vázquez.

Miguel buscaba el karma, la paz consigo mismo y quería ser, sobre todo, libre. Quizás por eso, ya enfermo, se fue a Vigo, a un último viaje sin billete de regreso y sin destino concreto; una odisea con el único fin de seguir siendo libre. Estuvo allí en el hospital y regresó a Pontevedra a morir. Los años en la calle le habían pasado demasiado factura a su cuerpo. Pero no a sus ideas claras.