Abuelo es un pirata sin parche. Dice que ha navegado tanto que las tormentas en alta mar inundaron de gris su ojo derecho. Su barco se llamaba Galatea y fue a naufragar frente a las costas de Cuba, de donde se trajo ese ritmo de señor bailongo que muestra en todas las reuniones. Abuelo está hecho de cuentos, por eso tiene piel de pergamino y manos de druida. Contradice a su edad porque sus historias nunca se repiten. Son infinitas y él tiene una manada de elefantes por memoria. Cuando acaba de contarnos una, nos desliza en la mano un billete, guiña el ojo y susurra: “para libros”. Abuelo llama a las pastillas que toma caramelos y las ordena por colores en un pastillero que ya no le cabe en el bolsillo. Cuando sale de paseo, trapichea con dulces que engulle antes de volver a casa. Camina erguido con ese porte de actor que no le ha abandonado nunca. Conoce todos los precios de los supermercados porque sabe muy bien cuánto cobra la vida. Se queda embobado cuando escucha música de trompeta, porque eso quiso ser, trompetista, hasta que su padre le hizo marinero de un guantazo. Si fuera un animal, sería un perro de refugio; una comida, caldo gallego; una película, Luces de candilejas; y una canción, un bolero. Se retiró de las carreteras antes que su coche, un Simca que le acompañó durante cuarenta años y que le hizo llorar cuando tuvo que entregar las llaves. Él dice que debe ser culpa de los bypass que le han hecho el corazón blandengue. Los hace trabajar horas extra cada vez que mira a mi abuela. Que la miraba, con su ojo libre de tormentas. Porque la verdad es que abuelo nos dejó hace unos años, pero aún me resisto a cambiar los verbos.
Eva Martínez Castro. 44 años. A Coruña.