Y así fue como me la encontré. Por fin había sido capaz de echar la puerta abajo, y allí estaba; de espaldas, despeinada, sucia. Aquella habitación era horrible, las ventanas llevaban cerradas demasiado tiempo, el hedor me provocaba náuseas y entendí que el tiempo, la vida, se habían parado allí para siempre. A la mujer que estaba sentada en el suelo no parecía importarle, mecía su cuerpo al son de lo que debía ser una nana infantil mientras abrazaba a un cuerpo sin vida. Al llegar al bloque de apartamentos unos vecinos muy curiosos nos esperaban y cotilleaban abiertamente sobre como se veía venir. Siempre los oían discutir, ella lo tenía demasiado consentido, nunca le decía que no. Me arrodillé a su lado y la miré a los ojos, nunca podré olvidar esa mirada. Con las manos temblorosas sujetaba el cadáver de su niño, su hijo. Los equipos de emergencias habían intentado separarlos, pero ella era incapaz de dejarlo, de soltarlo, de dejar que se lo llevaran para siempre. Su rostro, pálido, marcado por las incesantes lágrimas, era ahora un rostro más sin vida.
El cuchillo que lo había matado seguía incrustado entre las costillas y la mano que lo había empuñado estaba ahora acariciando su pelo. Qué pena que quien te dio la vida acabe también con ella, pero la verdadera pena era que una madre tuviera que soportar el maltrato, el hartazgo, la indiferencia, los golpes, del que había sido su mayor regalo. Enajenada, ni su cabeza ni su cuerpo lo soportaron más y en una milésima de segundo todo terminó, el silencio inundó la habitación y por un momento estuvo en paz. Sabía que las palabras no iban a lograr que lo soltara, así que la rodeé con mis brazos, y pude sentir cómo su cuerpo se destensaba al roce de un poco de cariño.
Mis compañeros pudieron llevarse al joven y allí me quedé, con ella, y no la solté, no hasta que se sintió preparada para hacerlo, para enfrentarse a una vida que acababa de cambiar por completo.