Retorno

José Barros

RELATOS DE VERÁN

07 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Agustín —su chófer desde hacía 37 años— condujo el viejo automóvil hasta la Plaza Mayor del pueblo. Giró con suavidad hacia la fuente central y aparcó.

Javier bajó despacio y, después de más de 70 años, puso de nuevo sus pies sobre aquel suelo amarillento, esta vez con unos buenos zapatos, bien vestido y bien comido. Ateo convencido y socialista desengañado había nacido aquí hacía casi 90 años. Miembro de una familia sin posibles, se marchó lejos, convidado por un servicio militar obligatorio. Con el ímpetu propio de los años mozos había luchado contra un destino adverso. Aún conservaba en la memoria algunos retazos de aquella vida: las caras de los camaradas, el latir apresurado de los corazones escondidos tras una puerta, el terror en los ojos de los prisioneros... También recordaba, como contrapartida: los primeros fuegos del amor y el deseo, el roce de unos labios nerviosos, las manos que no sabían dónde posarse. La madurez trajo la calma y el firme propósito de alcanzar una vida mejor. El esfuerzo prolongado logró convertirlo en un médico de prestigio. En una tierra lejana, con un idioma y una cultura que no terminaban de encajar en su ánimo.

Finalmente, la vejez le ayudó a tomar una decisión. Le pidió a Agustín —amigo más que chófer— que lo acompañara en este viaje. Cuando el motor del coche cesó en su ronroneo, Javier miró alrededor y no pudo encontrar en sus recuerdos ningún punto de anclaje. Tan solo la fuente de la plaza permanecía en su lugar. Edificios de varias plantas ocupaban terrenos antaño repletos de frutales. Tiendas, bares, bancos… La gran ciudad, antes a dos jornadas de camino, había terminado por engullir al pueblo.

Agustín lo vio dirigirse, despacio, hacia un parque cercano, única oposición vacilante al asfalto y al concreto. Apoyó el bastón a un lado y se sentó en el banco vacío. Cerró los ojos. En una epifanía instantánea comprendió que ya no tenía pasado ni futuro. Javier no tenía ni siquiera el consuelo ciego del creyente. Una postrera sonrisa asomó a su faz:

—Al menos es verano— se dijo, mientras inclinaba hacia abajo la cabeza.