La veía a través del cristal. Ahí, sentada en la silla, esperando la hora. El gesto nervioso y desesperado de una niña que ha perdido a su madre, los ojos frenéticos recorriendo la sala de los testigos, hasta que lo encontraron a Él. Sus miradas se cruzaron y se enredaron. Entonces ella se enderezó, acomodándose contra el respaldo de madera. Ahora la niña es una joven, sentada en una montaña rusa esperando a que se ponga en marcha, sonriendo con aquella media sonrisa suya que lo había cautivado. Ni siquiera el casco metálico sobre su cabeza pelada era capaz de restarle atractivo. Aún sonriendo, sus labios aletearon y el hombre de la biblia se agachó para escuchar lo que decía. La cabeza del cura se giró en su dirección y Él se sintió acusado —y condenado. El cura asintió y Ella cerró los ojos para recibir la bendición. El timbre sonó, las cortinas se corrieron y las luces temblaron durante unos segundos.
Los hombres se calaron los sombreros, las mujeres se alisaron las faldas y todos abandonaron sus asientos, ahítos de justicia. Él, además, con un vacío en el pecho que le hacía difícil el caminar. —Él podría haberla ayudado, sino fuera por lo del crío... No, aquello no había estado bien y había terminado como debía terminar.— Todo Él se concentró en poner un pie delante del otro y en olvidarse de lo demás, hasta que tropezó con el cura en el pasillo.
El cuervo lo retuvo para entregarle un sobre, remitido a su nombre y sellado con pintalabios. Maldijo al cura, pero este simplemente se encogió de hombros y lo dejó a solas con su conciencia. Un par de pasos después, recordó lo que hacía su padre con las malas noticias: revestir con ellas los agujeros de sus gastadas suelas. En eso se había convertido su corazón; en un zapato viejo y agujereado. Pero palpando el bulto en el bolsillo de la chaqueta, supo que Él también tenía algo con qué remendarlo.