La tormenta hostil me zarandeaba, y mis brazos, poseídos por una extraña fuerza, agonizaban por mantenerme a flote. Las olas enfurecidas me torturaban en los abismos silenciosos de los peces, y mis pulmones, temerosos, imploraban sustento. Finalmente, entregué mis armas y me rendí. Dos meses antes preparaba mi equipaje sobre nuestra cama. Mi esposa Ruth, taciturna, cerró los ojos y me abrazó con fuerza. La distancia recién nacida nos observaba extrañada en un rincón de nuestra alcoba, mientras nuestros niños dormían y corrían por la luna. La playa del pueblo, noctámbula, lucía blanca e inmensa y la orilla se estiraba para recoger a la creciente multitud. De pronto, el encargado del embarque, con voz autoritaria, leía nombres en una hoja amarillenta y nos ordenaba embarcar con celeridad. Hombres, mujeres encinta, niños, todos con ojos color miedo. Un día se hilvanaba al siguiente, monótono, coleccionando semanas: el sol nos castigaba sin descanso, mientras la noche, solitaria, caía perpetua. Yo solo podía suplicar a los dioses llegar a salvo, y como todos los demás, me debilitaba sin remedio. El silencio, aprovechando nuestra desidia, nos tutelaba, mientras arañaba los escasos víveres y el agua; en un rincón, los enfermos deliraban felices hasta morir. Me rendí y desperté en un cuerpo dolorido. Mis párpados intentaban liberarse de sus cerrojos oxidados, y una luz extrema invadió la estancia con olor a jazmines.
Meses más tarde, entendí que lo que la marea trae son voces; voces que cuentan las desventuras de otras tierras en ojos color miedo.