El séptimo sello

Carlos Yebra

RELATOS DE VERÁN

18 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Había visto muchas veces la película de Bergman, El séptimo sello. Se me habían quedado grabadas algunas imágenes, como un grabado de Durero.

La muerte con guadaña y todo eso. Ese filme me había ayudado a tomarme la muerte a la ligera. Nunca la había visto tumbado en una cama y sabía que sería la última vez. Era mi memento mori.

Quería recordar los buenos momentos de mi vida. Que fueron muchos, por cierto. El primer beso o cigarrillo, la visión del mar, los libros, los amigos. Debía dar las gracias. Y la fiebre por fin me había dado tregua. Fue la enfermera la que me puso la película antes de irse.

La peste que infestaba a los personajes de El séptimo sello no era muy distinta de la que me corroía a mí. Cuanto más corrían huyendo de la muerte, más sosegado y quieto me sentía. Y tanta relajación me acabó narcotizando. La muerte jugando al ajedrez en una playa me parecía civilizada, como una escena sacada de un cuento de Borges. El asunto de la película era grave: una partida en la que un caballero juega su vida contra la muerte. El susurro de las olas me acunaba como a un niño. Dulcemente me quedé dormido y me deslicé hacia el sueño.

Ahí seguía el tablero con sus piezas, bajo el sol del ocaso, pero era yo quien estaba delante junto al mar, sobre una roca. Y de la nada surgió la sombra mirándome desafiante. Sabía que era ella.

—Hace tiempo que aguardo —me atreví a decirle. Pero me temblaba la voz. Iba a echarle en cara su tardanza, pero me lanzó un gesto duro señalando a mi lado. Era un reloj de arena. Unos pocos granos se arremolinaban por el ápice. Estaba muerto de miedo.

Jaque —me amenazó. Y miré el tablero: ya no había una sola pieza en pie. Estaba a punto de derrumbarme cuando se me ocurrió mirarle a los ojos: estaban llenos de una luz que me dio sosiego. Tomé el reloj y lo posé sobre el tablero. Apenas quedaba un grano por derramarse. Así que le di la vuelta.

—¡Mate! —dije.

En ese momento desperté. Abrí los ojos: la habitación aún estaba llena de aquella luz vista en los suyos. Era la luz del día. Volví a cerrarlos: una extraña felicidad atravesó mi cuerpo.