Sabía que ella podía llegar algún día; estamos destinados a ello, aunque no todos preparados para el fin. Fue a la rutinaria consulta de su doctor de cabecera y este, después de examinarlo, teclea en el ordenador y le entrega la tarjeta de visita que nadie aguarda, diciéndole: «Lo siento, no esperaba que viniera tan pronto. Ha llegado ya».
El paciente pregunta: «¿Tendré tiempo de despedirme de mi A Coruña?»
El médico, quien otras veces tañía optimista la cítara de cuerdas de esperanzas con sus palabras, esta vez enmudeció. El enfermo rompió aquel ambiente de silencio diciendo: «No se preocupe, ella se ha invitado sola. Yo no desprecio a ningún huésped, aunque, como sabe, llevo tiempo evitando esta visita, pero ya ha llegado la hora de la verdad. Antes de marchar he de despedirme de nuestra protectora —dice esto mirando tras los cristales— de esa, nuestra grandiosa herculina ciudad. Solamente en ella me he sentido feliz. Paseando por los Cantones, las playas de Riazor, Santa Cristina... Todos los lugares encantadores de esta urbe hacen que A Coruña sea espejo de la misma gloria en la Tierra». El especialista en medicina le tiende su mano; será la última vez que se la da, y al hacerlo nota que la temblorosa y fría es la suya; la del paciente se presenta muy firme y segura. No intercambian más palabras. Al cerrar definitivamente las contras de esas singulares ventanas, que son aquellos ojos del paciente, que ya deja de serlo definitivamente, del alumno de Hipócrates brotan incontroladas lágrimas y dice: «¡Qué suerte tengo al vivir con estas gentes! Todos, como lo ha hecho este hombre, saben recibir a la que nadie quiere. ¡Qué fuertes estos gallegos, son verdaderamente fillos de Breogán! Deseo amar a mi tierra como ellos aman a su adorada Galicia».