Miraba sorprendida lo avanzada que estaba la primavera. La hierba, las flores y los árboles parecían contagiarme su vitalidad.
Y tan absorta iba que tardé varios segundos en escucharla y otros tantos en comprender que se dirigía a mí.
Alcé la cabeza y la localicé en una pequeña terraza.
Una señora de entre setenta y ochenta años, de rostro amable y voz dulce.
—Perdone que la moleste. ¿Podría hacerme una llamada? No tengo teléfono.
—¿Se encuentra bien? ¿Está usted sola en casa?
—Sí, estoy sola y no hay comida. No hay nada para comer. Llame a mi amiga y dígale que venga, que traiga comida.
La señora estaba bien vestida, parecía aseada y tenía buen aspecto. Vocalizaba correctamente y su tono era suplicante. ¿Habría una cámara oculta? Recelosa miré aquí y allá.
—Dígame el número al que tengo que llamar.
Recitó de carrerilla un número larguísimo. Tras indicarle que el número era erróneo ella repitió la misma serie de dígitos.
—Ese es el número, no tengo otro. Gracias por intentarlo. Gracias por escucharme.
Me miró con intensidad, esbozó un amago de sonrisa, alzó la mano en un gesto de despedida y desapareció en el interior de la vivienda.
Yo quedé plantada en la acera contemplando el vacío de su ausencia.
¿Serían ciertas sus palabras? ¿Sufriría algún deterioro cognitivo?
¿Necesitaba hablar con alguien, aunque fuese una extraña?
Y ante tantas incertidumbres brotó con fuerza una certeza: la señora padecía la dolencia de la soledad.