Estaba cansado de insinuaciones, de indirectas que cada vez lo eran menos, así que esperando que el destino le fuera más propicio, una noche, mientras toda su familia dormía, se levantó, miró a cada uno de ellos por última vez mientras dormían en sus camas, echó una ojeada a la que había sido su casa durante su madurez, y sin dejar que la congoja o la tristeza le abatiera, abrió la puerta, la cerró despacio y se fue para nunca volver. Siguió su camino en la noche oscura, nadie ni nada le importunaba, aun así, se paró brevemente, siguió su andadura, buscando un futuro mejor.
Su primera parada resultó ser la estación de tren. Aún era noche cerrada y faltaban unas horas hasta que saliera el primer transporte sobre ruedas. Se arrebujó con su chaqueta, intentando que el frío de la noche no le provocara tembladeras o estornudos , trató de relajarse. Observó a lo lejos las escasas luces de la ciudad que hoy abandonaría para siempre, unas lágrimas asomaban en sus ojos pero rápidamente se las secó con su mano derecha. La decisión estaba tomada, y ya estaría muy lejos cuando su familia se diera cuenta de su marcha. Tenía la duda de enviarles o no una carta narrando su firme deseo de cambiar de vida, sin decirles jamás dónde estaba pero sin intención tampoco de volver. Realmente, le daba igual que destino coger en aquella solitaria estación de tren, había pocos destinos, o la capital, la más cercana, o alguna ciudad que le podría llevar al Sur, eso ahora no importaba, solo deseaba una cosa: Que pasara aquel mal trago, organizar su vida a la manera que siempre deseó, y para ello era necesario coger el maldito tren «del cambio de vida», como ahora mismo le dio por llamar. De repente, se dio cuenta que le entraba sueño, así que no lo dudó, esperando que llegaran los albores de un nuevo y proverbial día de su existencia, apoyó la cabeza en la pared, esperando que Morfeo cumpliera con su deber. Ya tendría tiempo de pensar, ahora, era momento de descansar, descansar…