Ni siquiera hace falta salir a la calle, estar en la casa de los abuelos es lo que toda la familia necesitaba para ser feliz. Las casas de los abuelos siempre están llenas de sillas, porque nunca se sabe quién va a venir. La gente de la calle de tus abuelos, es tu gente, es tu pueblo. Siempre habrá una ollita con café, o alguien dispuesto a hacerlo. Sin darnos cuenta, pasamos de ser niños jugando en el pasillo, a sentarnos junto a los adultos en la misma mesa, desde el postre del almuerzo hasta el cafecito de la cena. Porque, cuando se está en familia, el tiempo no pasa y ese café es sagrado.
Los reencuentros en Navidad, en torno a una mesa con comida y música de fondo. Las tertulias a la sombra en verano que cada año que llega, piensas si será la última vez... Cuesta aceptar que esto tenga fecha límite, que algún día todo estará cubierto de polvo o derrumbado y las risas sean solo un recuerdo de tiempos mejores. Cuando cerramos la casa de los abuelos, damos por terminadas las tardes de alegría con tíos, primos, nietos, sobrinos, padres, hermanos que viven el ambiente que allí se respira. Al cerrarse esa puerta, damos por finalizados los encuentros con todos los miembros de la familia, llevados siempre por el amor a los abuelos.
Cerrar la casa de los abuelos es decir adiós a las canciones y dichos de la abuela, a los consejos del abuelo, al dinero que te daban a escondidas como si fuera una travesura, a reír hasta llorar por cualquier tontería... o a llorar de verdad por quienes se fueron demasiado pronto. Así que, si algún día tienes la oportunidad de llamar a la puerta de esa casa y que alguien te abra desde dentro, aprovéchala cada vez que puedas, porque entrar ahí es ver a tus abuelos, a tus tíos, o a tus padres. Y si ahora nos toca ser abuelos, y nuestros padres ya no están, nunca perdamos la oportunidad de abrir las puertas a nuestros hijos y nietos. Celebremos con ellos el don de la familia, allí encontrarán el espacio para vivir el misterio del amor a los más cercanos y a quienes los rodean.
Llegará un momento en que, en la soledad de esas paredes y rincones, si cierras los ojos y te concentras, podrás escuchar el eco de las risas, el griterío de los chicos jugando en el patio… o un llanto atrapado en el tiempo. Y al abrirlos de nuevo, la nostalgia te abrazará, y te preguntarás: ¿por qué se fue todo tan deprisa?