Fueron necesarias unas palabras de aliento, un cariñoso apretón en el muslo y un impaciente vecino en una carretera de un solo sentido para que me decidiera a afrontar la realidad. Dos curvas me separaban de un vergel que, en el extranjero de donde veníamos, disfrutaban de observar, un paraíso visual que calmaba cuerpo y alma, pero que ahora golpeaba el pecho con firmeza. No era la mejor de las construcciones, aunque sus más de cien años, con múltiples reformas para actualizarla, le habían sentado bastante bien. A pesar de ello, todavía guardaba ese estilo tradicional que la hacía tan atractiva y diferente al estándar que no paraba de extenderse en la ciudad. Ese toque que recordaba de cuando era pequeño. Bajamos del coche y no pude evitar el frotarme los ojos para descubrir, con gran tristeza, que solo eran sombras las que nos esperaban y que, por mucho que lo deseara, la puerta ya no nos recibía abierta. La ausencia llenaba con su silencio un ambiente otrora cargado de vida, convertido ahora en un estacionamiento de zapatos roídos por alimañas, mesas con manteles de polvo o algún cúmulo de arrastradas hojas por el viento sin poder ser recogidas. «El futuro acercaría a las personas», dijeron, y este nos devolvió una mirada traidora, hacinándonos en el caos. ¿De qué me servía todo esto ahora? Fue con ese pensamiento con el que me derrumbé en la vieja silla de madera y un estremecimiento me recorrió entero, haciéndome temblar en aquel mediodía de verano. «Morriña» quisieron llamarla, pero cuando el mausoleo espera vacío, cuando, piedra sobre piedra, el recuerdo queda hundido, el hogar pierde el sentido. Sin embargo. Una pequeña mano toca mi pierna. Dos grandes ojos esperan con ilusión una muestra de cariño y se forma, irremediablemente, una sonrisa en mi rostro. Un futuro y un legado.