Otra vez aquella noticia sacudía los telediarios nacionales y viajaba por las rotativas de los periódicos a la velocidad de la luz. Nos estamos acostumbrando a darle normalidad a la muerte. Ya no nos sorprenden los crímenes violentos y los programas de televisión inundan nuestro cerebro de detalles escabrosos sobre la investigación de cada suceso.
A principios de junio, dieciocho mujeres habían sido asesinadas en España por violencia de género y, lamentablemente, la cifra aumentará hacia finales de año. Es una lacra llena de estadísticas, de órdenes de alejamiento, de casas de acogida y de familias rotas que parece no tener fin. ¿Qué falla en una sociedad cuando esto sucede?
Nadie parece tener la respuesta ante una pandemia silenciosa que circula entre nosotros infectando a nuestro sociable vecino, al hombre de éxito que triunfa en los negocios y a nuestro pariente más querido. Hablo de hombres porque la violencia de género define toda violencia ejercida por un varón sobre una mujer por el simple hecho de serlo.
Aunque en los últimos años también se han conocido asesinatos de hombres por parte de sus parejas femeninas; esperemos que, en este caso, la igualdad nunca se alcance. Cada mujer asesinada fue una persona que dejó de brillar al lado de un maltratador que la fue silenciando poco a poco; que le repitió día tras día que no valía nada hasta que ella terminó por creérselo, que aprendió a callar para no recibir humillaciones que podían resultar más agresivas que las marcas que dejaban su piel tatuada con la aguja de los golpes.
Tenemos que intentar rescatar a todas esas mujeres que por alguna razón perdieron su brillo, acercarlas de nuevo a la claridad y conseguir que la luz nunca se apague para todas las que viven en esa oscuridad que cada día las aleja más de ellas mismas.