Del olvido de los memoriosos

Martín Ottavianelli

RELATOS DE VERÁN

30 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi buen amigo el Dr. Laureano Alonso me ha referido recientemente una crónica publicada en el diario argentino La Nación el 7 de junio de 1942, donde se ensaya un testimonio —acaso una elegía— sobre Ireneo Funes (Fray Bentos, 1868-1889), y su prodigiosa memoria. Como semejante, como memorioso, me veo compelido a refutar al cronista, quien apenas alcanza a vislumbrar la naturaleza del trágico Funes.

Un memorioso como Funes jamás incurriría en la laboriosa reconstrucción de un día entero, como tampoco entretendría sus noches con el ejercicio de catalogar mentalmente imágenes del recuerdo. Y no porque supusieran proyectos completamente inútiles e inabarcables, como se argumenta, sino porque un memorioso no recuerda: existe en todos los tiempos. He sido siempre un hombre solitario, pero puedo reanudar una conversación inconclusa en una cena de cumpleaños 17 años atrás, como si mi interlocutor solo se hubiera excusado para ir al baño. Ahora mismo, es la noche del 26 de agosto de 1949, tengo 13 años, y estoy jugando a las escondidas en la estancia de Casupá. Laura, la hija del estanciero, y yo, estamos ocultos en una tapera.

Nuestros cuerpos están muy juntos; nuestras respiraciones, entrecortadas. Jamás volveré a verla. Soy el puto Doctor Manhattan. ¿Qué es el presente sino el límite del pasado? Todas mis memorias acaban de suceder.

No percibo el mundo instantáneo o los progresos de la fatiga y la muerte: camino a su lado, a mi antojo. Y, en el final, desde donde —intuyo— escribo estas líneas, habito todos mis días a la vez. No soy la memoria de mi era, soy la era viva. Seré olvidado —como Funes— si no lo he sido ya; pero incluso en mi lecho de muerte, estoy jugando con mi padre en el patio de la casa donde nací.

Es el 14 de marzo de 1944. Jamás volveré a verlo.