Esta semana he tenido la suerte, porque lo es, de poder dar charlas del programa Prensa-Escuela de La Voz a alumnos de quinto y sexto de primaria de los colegios Flavia de Padrón y O Coto de Negreira. Me gusta hablar de periodismo. Con quien sea. Pero más con niños con pocos filtros y una inmensa curiosidad. Son, como me corrigió una de las que participaron en Negreira, preadolescentes y no niños. Y solo que conozcan ese término y lo reivindiquen muestra que los profetas del desastre, esos que dicen que las generaciones nuevas están abobadas por tanta pantalla, no saben de lo que hablan. O no se han parado jamás a hablar con estos chavales. A mí no dejan de sorprenderme. Ninguno quiere ser periodista. Unos porque lo ven cansado y otros porque no es que no les guste, dicen, sino que hay otras profesiones que les apasionan más. Así me lo espetaron, para mi asombro. Y esas profesiones son matemático, diseñador de videojuegos, ingeniero informático, actriz o pediatra. Pero ninguno quiere ser periodista. Me sorprende, porque amo esta profesión y, como les conté, decidí que quería trabajar en ella cuando solo tenía 15 años. Pero por otra parte, no. Viendo el estado al que ha llegado parte de la profesión, lo entiendo. En un mundo en el que hay noticias falsas, cabeceras fantasma en Internet y periodismo de parte, es normal que este noble oficio ya no sea tan atractivo. Uno de los niños me preguntó intranquilo cómo evitar ser engañado. «Si no compras carne en un puesto de la calle, sin etiqueta ni control sanitario, no te fíes de noticias que no son de medios reconocidos», le dije. La clave está en quién informa, no solo en lo que se informa.