La estación intermodal, la del tren, es una afrenta mayúscula que arrastra la capital de Galicia desde hace varios años. Por deméritos administrativos propios: Conde Roa primero, por tumbar el proyecto por el que hoy Santiago tendría una auténtica terminal del AVE. Y compartidos: con el ministerio de Ana Pastor introduciendo la cláusula de los 3,5 millones de viajeros y Martiño Noriega aceptándola. No hay peor afrenta que la que sufren los ciudadanos en sus propias carnes, y eso es lo que ocurre con la estación del AVE. La presidenta del Administrador de Infraestructuras Ferroviarias —compostelana de adopción— lo sabe bien, porque además de ser la máxima responsable de las estaciones españolas, ha estado en ella infinidad de veces. Una afrenta propia de un país tercermundista porque, mientras esperan la llegada de sus trenes, los usuarios tienen que hacer vida de pie porque no hay donde sentarse, a la intemperie en andenes malamente cubiertos por una marquesina, y sometidos al rigor de los necesarios controles de seguridad que, si no topan con la misericordia del vigilante privado de turno, obligan al viajero a despojarse de su abrigo para pasarlo con el equipaje por el escáner instalado en el andén. Por no citar las incomodidades que sufren los acompañantes, desde hacer cola a la intemperie para pagar el aparcamiento hasta que los mismos vigilantes los traten casi como a borregos. Así es la estación de Santiago hoy, vías aparte (damos por supuesto que no tienen fallo). Claro que la presidenta del ADIF apenas lo sentirá, porque no lo sufrirá. Y ahora hay 3,35 millones del presupuesto estatal del 2021 para empezar a corregir la afrenta, y 30 en total hasta el 2023. ¿Será este otro brindis al sol presupuestario?