El verano, entre otras muchas cosas, es también tiempo de lecturas. De ir aligerando el estante en el que se acumulan las cuentas pendientes que la rutina va engordando. Una de las saldadas recientemente es Diarios del agua, de Roger Deakin. Aunque el autor, discípulo del célebre Kingsley Amis, se inspiró en El nadador, de John Cheever, apostó por una mirada más naturalista que novelesca, muy alejada, desde luego, de la alegoría fatalista que da sentido a la inolvidable obra de la que tomó la idea. Deakin se decidió a vadear pozas, charcas, ríos y calas por las islas británicas para narrar en primera persona las vicisitudes de su aventura. Su relato es un canto a la naturaleza, al cuidado del medio y a la importancia de preservarlo para que puedan pervivir costumbres que mantienen viva esa llama. Si lo necesitamos, lo cuidaremos. Deakin encontró en su periplo aguas cristalinas, pero también otras alteradas por la actividad humana, contaminadas por filtraciones procedentes de granjas que no dan a sus residuos el tratamiento que deben. Es inevitable poner esto en contexto con lo que estamos viviendo este verano y con lo que viene. Acostumbrados a la abundancia de agua, no siempre prestamos a su gestión la atención que merece o pasamos por alto su uso abusivo. Visto el panorama, parece que pronto empezaremos a pagar las consecuencias. Igual entonces repararemos en lo que podemos hacer mejor. Solo faltará ya que nos animemos a hacerlo.