Si ha ido usted a As Cancelas los días 20 y 21 (o sea, miércoles y jueves justo antes de vacaciones) habrá comprobado que había adolescentes aquí y allá. Es más, los habrá visto también en el bus o en las calles. No una marabunta, pero sí un número significativo. Y seguro que se habrá dado cuenta de que eran días de clase: los institutos no cerraron sus puertas hasta el viernes. ¿Qué sucedía?
Pues lo que sucede en este país: que cada uno hace de su capa un sayo y, como se acabaron los exámenes y ya hubo las evaluaciones, un gran puñado de alumnos —en ciertos casos con la bendición paterna o materna, y en prácticamente todos, de la enseñanza pública— ha decidido que no merecía la pena ir a las aulas porque, total, no se iba a hacer nada.
En esto último tienen razón en general, con honrosas y magníficas excepciones: los institutos no habían previsto nada para esos días, lo cual es casi una invitación a hacer lo que uno quiera hacer.
Dejemos Dinamarca, que son calvinistas y el deber es el deber. Pensemos en Gran Bretaña, que son más light. La inspección ya se habría puesto en marcha contactando con los directores. Y no solo: los servicios sociales estarían echando humo hablando con los padres, visitando las casas y elaborando informes. Porque en Gran Bretaña si dice que su hijo falta hoy al centro porque se va a no sé dónde y llega dos días tarde le avisarán de que está rotundamente prohibido y le advertirán de la visita de los servicios sociales si es la primera vez, y de la policía si es reincidente.
Y por cierto, daría tranquilidad saber que la Consellería de Educación comprueba si esos días han faltado profesores, como dicen por la calle las malas lenguas juveniles.