Impresiones de «El caballero de los Siete Reinos», segundo episodio de la temporada final. Cargaditos venimos de «spoilers» (el que avisa no es traidor): se revela el incesto, hay una niña que se hace mujer, dos hombres con un mismo destino y unos pacientes caminantes con pelazo aguardando para darle lo suyo a norteños y sus refuerzos

María Viñas
Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Máster de Edición Periodística en la Ecuela de Medios de La Voz de Galicia. maria.vinas@lavoz.es

Uno menos. Capítulo, porque de momento la temporada 8 de Juego de tronos, cautelosa, sigue sin causar bajas importantes, lo que a estas alturas del relato resulta, como mínimo, inquietante. Se viene la masacre: de la siguiente semana no pasa ni el apuntador.

(Ojo, «spoilers»: solo si quiere regodearse en los detalles del estupendo episodio emitido la madrugada de este lunes, avance)

Hay quien ya anda lloriqueando porque en El caballero de los Siete Reinos, dirigido por David Nutter y con guion de Bryan Cogman, «no pasa nada», pero vaya si pasa. Este tipo concreto de espectador se pirra por el barro, la sangre y las vísceras, pero Juego de tronos es también estrategia y recaditos escupidos a la cara; que hace mucho que no se ven, hombre, un poquito de entusiasmo, por favor. Y de eso va este episodio: de algún que otro ajuste de cuentas y de un gran botellón, más que de bienvenida, de despedida. La clásica calma antes de la tempestad.

Estamos tan nerviosos como si nosotros mismos fuésemos a luchar la semana que viene a las mismísimas puertas de Invernalia, porque ahí están ya los señores muertos, con ese envidiable pelazo a la espera de que los que aún respiran se dignen a salir de su madriguera. Son muchos, los unos y los otros. «Quién no esté aquí ya, está con ellos», advierte Tormund, genio y figura, a su cuervecito Jon Snow tras su caluroso encuentro. El capítulo arranca enganchando directamente con el final del anterior, como si por el medio nos hubiesen metido con calzador unos títulos de crédito para dosificar una única entrega: ahí está Jaime Lannister, recién llegado al Norte, purgando sus travesuras pasadas. En un improvisado cónclave, el Matarreyes se ve obligado a rendir cuentas ante sus anfitriones, los hermanos Stark y Daenerys, ahora también señora del cotarro, hija, para más inri, de una de las víctimas del manco que un día fue un león de oro.

Pero Jaime ha cambiado: modesto, casi tímido, titubea, y aunque no pide perdón, acaba reconociendo no solo que Cersei no tiene intención alguna de mancharse los pies de nieve, con elefantes o sin ellos, sino también que volvería a hacer todo lo que hizo por su casa y su familia. Menos mal. Echábamos de menos al guapito con agallas. Finalmente es Brienne de Tarth quien, con un encendido alegato, consigue que Sansa baje la guardia: «Si vos le confiáis vuestra vida, yo también se la confío», dice la norteña. Jon acata y Daenerys, enfurruñada con su Mano por haberle prometido el respaldo de su hermana, se da cuenta de lo perdida y muy sola que está en esa fortaleza en la que tanto frío hace. Ni siquiera hay rastro aquí, por una vez, de sus mascotas. ¿Ontas?

Tras la junta vecinal, una Arya con las hormonas descontroladas decide darse una «putivuelta» por la fragua para dejarse ver ante Gendry. Con su mejor sonrisa -una mueca rara que la asesina nos vetó durante temporadas-, pregunta primero por la lanza que le encargó nada más llegar y tira después del tema más recurrente en esa «longa noite de pedra» -¿Cómo son los Caminantes Blancos? ¿Cuántos son?- para hablar de algo, vamos, forzar un flirteo con el bastardo de Robert Baratheon que seguimos con tanto entusiasmo como turbación. Varias secuencias más tarde, las peores sospechas se confirman: la niña, tanto hablar de espadas, tanto calor en los hornos de fundición, se hace mujer. Nunca creímos que llegaríamos a verla en tal tesitura.

Tanda de encuentros

Resulta que sí tenía un perdón reservado Jaime -solo uno, que están muy caros-, el que le lleva debiendo ocho temporadas a ese pobre niño tullido al que casi mata de un empujón. Lo encuentra al cobijo del arciano, habitual rincón de pensar del imperturbable Bran, que ahora resulta que no es Bran Stark, sino «otra cosa». Escalofríos cada vez que el rapaz de Juego de tronos abre la boca. Arranca aquí una interesante serie de encuentros, muy First Dates, con poca acción y mucha chica, que sientan las bases de la maniobra que se avecina.

Primero, xuntanza de hermanos, esta vez de los Lannister: Tyrion y Jaime cotillean sobre las reinas Daenerys y Cersei. Qué te parece esta, no se la ve muy segura segura de ti. Qué tal con la otra, la mentirosa. ¿También mentía con lo del embarazo? No, en eso no -muy seguro estás, Jaime-. «Siempre se le ha dado bien usar la verdad para mentir». «Nunca te mintió; sabíais la verdad y la amabais».

Después, charlita de Jaime y Brienne -primer intercambio verbal, concretamente, desde que ambos llegaron a Invernalia-. «Jamás hemos tenido una conversación tan larga sin que me insultéis», le dice escéptica la de Tarth. Pero el Lannister, ya lo sospechábamos, es ahora otro; está rehabilitado. «Ya no soy el luchador que era, pero si me aceptáis me gustaría servir bajo vuestro mando». El Norte es feminista, por si a alguien no le había quedado del todo claro.

A continuación, Sansa y Daenerys, alrededor de una mesa camilla. Bajan la guardia, reconocen no haber hecho buenas migas y cuando parece que la tensión entre cuñadas empieza a diluirse, zasca. «¿Qué pasará luego?» -qué seguros están todos de que habrá un luego, que mal están calibrando al Rey de la Noche-. «Subiré al Trono de Hierro», responde, segura, la Targaryen que no arde, rompedora de cadenas, madre de los dragones. Respuesta incorrecta. Oye, pero qué pasa con el Norte, espeta una empoderadísima Sansa rompiendo el amor de tanto usarlo. Por último, Theon y Sansa. Momentazo donde los haya. El hediondo irrumpe oportunamente en la sala haciendo estremecer a la pelirroja, que tanto tiempo llevaba sin verle. «Quiero luchar por Invernalia, lady Sansa, si me aceptáis». Ella, tras capítulos como un témpano de hielo, se derrumba emocionada. Solo él sabe de su calvario.

La horas avanzan en la madrugada y a Invernalia sigue llegando gente. Edd el Penas, Tormund y Eddie no traen buenas noticias: el ejército de fiambres les pisa los talones. Ya vienen. Hay que trazar un plan -ya era hora de un poquito de movimiento y de cordura-. Bien, la estrategia es la siguiente: atraer como sea al Rey de la Noche para acabar con él. Su séquito, creen los vivos, caerá si él cae. Bran el impávido, el resabidillo, el mártir, se ofrece como cebo porque está seguro de que el jefe de los malos irá a por él. «Quiere borrar los recuerdos, eso es la muerte», aclara Sam, como buen intérprete de augurios que es.

Pues ale, el niño en silla de ruedas será el señuelo y velará por su seguridad Theon, que ahora es súper valiente. Daenerys -que ni pincha ni corta, pero algo tiene que aportar al plan maestro del final de Juego de tronos- decreta que el enano se resguarde en la cripta con las mujeres y los niños, no vayamos a perder una mente privilegiada en las trincheras. Otro que se mantendrá en la retaguardia -en el bando de los inteligentes más que en el de los fuertes- será Sam Tarly, a pesar de que, tal y como recuerda a la «pandilla testosterona» que aguarda en su última guardia a que salga el sol -Fantasma incluido; ¿dónde estabas lobo huargo?-, él fue el primero en matar a un Caminante Blanco. Cómo hemos cambiado.

Luego, la última cena. Aquí es un gran botellón y nos regala una de las mejores y más emotivas escenas del capítulo: habemus nuevo caballero. El guion de este guateque espontáneo y algo clandestino es magistral, momentazo tras momentazo: conversación entre el Matarreyes y el Matagigantes, sembradísimo una vez más, tirándole la caña como si no hubiese un mañana -probablemente no lo haya- a una mujerona que su nuevo mejor amigo convierte en Sir Brienne de Tarth. «Os encomiendo ser valiente, ser justa, defender al inocente». Nada que la rubia más pretendida del Norte -quién nos lo iba a decir- no haya hecho antes.

El vino se agota y, tras la exaltación de la amistad, llegan los cánticos -clásica noche de farra-. Y entonces Podrick se arranca con Jenny de Piedrasviejas, vieja conocida de los que han leído Canción de hielo y fuego. Es un delicado y conmovedor instante; significativo también, prólogo de lo que vendrá, repaso de cada uno de los personajes en la tensa quietud: Sam y Gilly, durmiendo con su bebé; Theon y Sansa juntos; Arya y Gendry, en la cama; Jorah ya sobre su caballo; Missandei y Gusano despidiéndose. «Sobre los castillos de los reyes pasados / Jenny danzaba con sus fantasmas. / Los que había perdido y los que había encontrado / y los que más había amado. / Los que habían muerto hace mucho / ya no recordaba sus nombres / la arropaban en las viejas y húmedas piedras. / Arropaban su pesar y su dolor. / Y nunca quiso marcharse».

Y llega la escena final: Jon y Daenerys en las criptas de Invernalia, frente a la estatua de Lyanna Stark. La revelación es inminente. Con las cartas boca arriba, Daenerys cae del guindo: primero recela -¿Quién lo dice, tu hermano y tu mejor amigo?-. Y después boquea, tratando de coger aire; el gesto, descompuesto -«De ser cierto, serías el único heredero varón de la casa Targaryen, tendrías derecho al Trono de Hierro»-. Amiga. Mientras asimila el percal, parentesco incluido, suena el cuerno. La que se va a liar. Toc, toc. Ya están aquí.