POR SUPUESTO, he asistido este finde al estreno de El código Da Vinci en Albuquerque. Los cines Century de la calle Central están siempre vacíos, pero ayer parecían una feria popular. Señoras y niños se lavaban en los mingitorios, jubilados en shorts mordisqueaban bocadillos. Y en la calle una muchedumbre de católicos con pancartas trataban de impedir el acceso a la sala de proyecciones. ¿Qué decirles? Audrey Tatou vestía una gabardina muy hermosa y Paul Bethany en monje loco parecía un tenista disfrazado. ¿Qué quieren que les diga? A mi entender, muy por encima de la impepinable atracción que ejerce todo lo esotérico sobre el mundo, la cualidad que predomina en el texto de Dan Brown (a mi parecer, perfectamente trasladada a la pantalla) y que lo convierte en un enternecedor «bocatto di cardinali», es ese punto de vista, fascinante para el consumidor de a pie, de un analfabeto sobre el mundo. Y es que El código Da Vinci es el discurso de un iletrado muy listillo. Un iletrado que sabe, por ejemplo, que en París hay museo muy famoso que se llama el Louvre (o algo así). Que sabe que Da Vinci -un pintor italiano de hace mucho tiempo- pintó muchos cuadros muy famosos, entre los cuales destaca la Mona Lisa. Que sabe, en fin, que en España se utilizan los capuchones en Semana Santa, que sabe, en fin, que las francesas llevan zapatos cerrados de tacón y que los franceses son bebedores de vino tinto. (Ah, y que los ingleses usan mayordomo).