Los líderes de los 190 países que se reunirán en la cumbre del clima de Copenhague a partir de mañana se arrogarán ante la opinión pública el meritorio deseo de evitar una tragedia a escala planetaria. Pero de lo que discutirán en la capital danesa, sobre todo, es de dinero. Todos los países son conscientes de los costes que supone cambiar el modelo productivo de la economía del petróleo, y nadie está dispuesto a asumir más cargas que el resto para emitir menos CO2 a la atmósfera y evitar que la temperatura de la Tierra se eleve en dos grados sobre la media de la era preindustrial. Pero todos saben que, al margen de la catástrofe que se avecina si se supera ese umbral, la lucha contra el cambio climático ha generado un negocio multimillonario. Y nadie quiere perder oportunidades.
El mercado de derechos de emisiones, mediante el que un país puede comprar a otro la posibilidad de contaminar más de lo que le atribuye el protocolo de Kioto aprovechando los sobrantes del Estado vendedor, y en el que las empresas pueden adquirir a otras esos permisos, mueve una media de 10.000 millones de euros al año solo en la Unión Europea. Y el Banco Mundial calcula que en el 2007 fueron más de 43.000 millones en todo el mundo.
Según un veterano diplomático que lleva lustros negociando en Bruselas asuntos relacionados con el cambio climático, si Estados Unidos firma en Copenhague un compromiso similar al que en 1997 se adoptó en Kioto, el negocio se multiplicará por veinte. «Serán más de 300 billones de euros en todo el período», asegura esa fuente. La bolsa industrial de emisiones está hoy en manos una tupida red de brókeres, agencias y operadores, que centraliza sus operaciones en Londres pero que a diario ofrece y demanda derechos en todo el mundo. La tonelada de CO2 cerró ayer a 13,91 euros en la bolsa de Sendeco2, una compañía catalana que vende y compra bonos de contaminación por Internet, que han llegado a cotizar a 30 euros la tonelada.
En las reuniones de ministros de Medio Ambiente y Energía de la UE en Bruselas, es habitual que los Gobiernos también aprovechen para cuadrar sus cuentas y hacer negocio. De hecho, España, uno de los países que peor lo tiene para cumplir con los compromisos que asumió en Kioto acaba de comprarle 25 millones de euros en derechos de emisión a Polonia, que no superará su asignación, y en octubre pasado adquirió otros 30 millones a Ucrania, al precio de 10 euros la tonelada. La República Checa, Hungría, Letonia Estonia y Lituania también han hecho negocio gracias a España.
Claves
En ese negocio se encuentra una de las claves de Copenhague, porque muchos países buscan una asignación elevada en la era post-Kioto no porque esperen que sus industrias van a contaminar en exceso, ni porque teman los costes derivados de un compromiso que las obligue a reducir sus emisiones, sino porque esperan obtener jugosos beneficios de la venta de permisos de polución. Y por eso acudirán a Copenhague reclamando que se consoliden los derechos que no hayan consumido durante la vigencia de Kioto.
Es el caso de Rusia, que firmó aquel protocolo después de que se le asignaran hasta el 2012 derechos equivalentes a la polución conjunta que son capaces de enviar a la atmósfera en año y medio todas las industrias y centrales térmicas de los veintisiete socios de la UE. Moscú quiere que cualquier nuevo acuerdo le garantice esos derechos, pero sabe que no puede sacarlos al mercado de golpe, porque el precio bajaría repentinamente y su negocio, sencillamente, habría terminado. Mientras tanto, Estados Unidos se niega a reconocer esa situación. Y esa es gran parte de la discusión que mantendrán los líderes mundiales en Copenhague. Pretenden salvar el planeta, pero para hacerlo tendrán que hablar de dinero.