La hora de cenar en esa casa siempre fue las 20.30 horas. En Fin de Año costaba que aguantasen hasta las nueve sin sentarse a la mesa. Décadas y décadas de rutina que solo consiguió cambiar Telecinco. Cuando alargaron Pasapalabra hasta las nueve, mis abuelos cambiaron el horario. Ahora que el futuro del concurso está en el aire, alguien debería dedicarle un tiempo a tratar de entender su imán con los espectadores de cierta edad. No es un público fácil, el horario no ayudaba, pero aun así se los metió en el bolsillo. Les entretenía y los tenía enganchados. Un público fiel y entregado. Mi otra abuela hablaba de los concursantes como si fuesen de la familia. Sufría con el pobre Fran como si ella se fuese a llevar una pequeña parte del bote. Aunque no oye mucho, se quedaba pasmada con el rosco y con la velocidad con la que conseguía leer las preguntas el «bueno» de Christian Gálvez, al que incluso le perdona ese tatuaje en el brazo que se intuía de vez en cuando. Se alegró como nadie al saber que el programa le había servido para conocer a esa chica «tan salada» que hace gimnasia. «Casaron hai un pouco», comentaba como la abuela orgullosa que el presentador de Móstoles siempre tendrá en O Pino. Me imagino que ya habrá visto las noticias. Aunque ayer el programa se emitió como si nada, mis abuelos ya habrán leído esta mañana en el periódico que tendrá que dejar de emitirse. Pero muchos se llevarán una sorpresa cuando pulsen el cinco del mando pasadas las ocho y vean que no suena su cabecera. Será un hueco difícil de llenar. Menos mal que siempre (y empiezo a asumir que en este caso es literal) les quedará Jordi Hurtado.