Rompan filas, por favor

Ignacio Castro Rey

SOCIEDAD

CHINA DAILY

13 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Parece que no hay otro tema. Se ha escrito tanto sobre este asunto, nos ha ocupado tanto, con tal cantidad de angustia, confusiones y reflexiones cambiantes, que es normal que una parte de la población esté harta e intente ya hablar de otra cosa. Además del ridículo de los gobiernos, diciendo hoy esto y mañana la contrario, además del papel dudoso de una ciencia demasiado cercana al espectáculo de la opinión, es preciso recordar que la prensa escrita y los medios audiovisuales han encontrado desde el comienzo un tema muy barato con la que rellenar cada día páginas y páginas. Minuto tras minuto, hora tras hora.

Lo menos que decirse es que la información ha sido parte de la pandemia. ¿Qué harán a partir de ahora, con qué ocuparán su tiempo nuestros medios si el coronavirus se acaba convirtiendo en una gripe más de las que nos molestan en el invierno? Hace ya dos años, la única forma de sobrevivir en aquel marzo de angustia en Madrid fue trabajar duramente, pasear a escondidas y procurar ni encender el televisor.

Al menos en España, los políticos también han encontrado con este virus una forma sencilla de acercarse a lo que siempre fue uno de sus sueños, mantener día tras día un público cautivo, gobernando fácilmente a una población amedrentada. Es posible incluso que el propio ciudadano haya encontrado un regusto en esta disciplina colectiva, sin la responsabilidad personal de pensar y pendientes de unos expertos que cada semana variaban de opinión. En Galicia, sin ir más lejos, ha sido casi cómico el vaivén de la hostelería en función de unos índices de contagio y unas alarmas que cambiaban periódicamente. A veces parecimos lemmings, guiados por no se sabe qué señales terrestres para correr ciegamente en una dirección u otra.

Nos va a costar mucho romper con el miedo, esta confianza en los expertos y la consiguiente dosis de obediencia masiva. Por si fuera poco, y esto es particularmente notorio en España, parece que nos hemos acostumbrado a las mascarillas. Al fin y al cabo le han puesto el broche visible y la disculpa a un mutismo, a una reserva de presencia real que se venía fraguando tiempo atrás. Sin olvidarnos, claro está, del inmenso negocio empresarial y político de la vida on line, vigilada a distancia. A veces, no es alegre decirlo, hemos juntado la tecnología punta con nuevas formas de intervencionismo estatal que creíamos superadas. La intromisión constante del Estado en estos dos años de miedos inducidos ha recordado demasiado a las sociedades que hasta ayer criticábamos de autoritarias. 

Tan grave como la pandemia han sido estas nuevas costumbres de discreta distancia, habituarnos a que la vida transcurra con una rutina donde hasta el alivio de la barra de un bar, y el trato con desconocidos, empezó a parecer un pecado mortal. Esto por no hablar de tanta ruina económica, tanta depresión, tantas cosas aplazadas, tal aumento en el consumo de ansiolíticos. Sin mencionar tampoco cosas peores, ya saben, esas decisiones terminales que debe permanecer ocultas para evitar el efecto contagio.

¿A qué esperamos para cambiar de tercio? Entre nosotros no ha habido ni siquiera serios movimientos de protesta contra las vacunas obligatorias, permaneciendo todos los que se opone a la versión oficial de los hechos bajo el anatema del negacionismo. Como si la gente no tuviese razones para desconfiar de la gestión estatal de la crisis, de la industria farmacéutica, de unos políticos y expertos apareciendo a todas horas en pantalla. La simple palabra "negacionismo" dice algo del aire casi religioso con el que hemos revestido la obligación social del pánico.

Parece que si no estás muerto de miedo, no te vacunas y no te pones la mascarilla hasta para ir al baño, eres un irresponsable que no piensa en la salud de los demás. Hay que insistir en que pocas culturas como la española han sido víctimas de este pernicioso pensamiento único, que a veces parecía tener solo la utilidad del ritual vacío que se repite para alejar a los fantasmas.

Después de tantas vueltas, hoy se ve que la vacunación masiva, y el contagio también casi masivo, cuanto antes, son la única forma de degradar este virus. Hemos tenido, hasta la saciedad, el pánico y la obediencia de rebaño. ¿Para cuándo la inmunidad, la fortaleza de rebaño? Para cuando dejemos de obedecer a la palabra informativa de Dios y a la consigna política del miedo, volviendo a una vieja y bendita normalidad que siempre estuvo llena de imprevistos. Cuanto antes, por favor.

Nunca debimos olvidar que la vida humana es frágil, que nuestra salud y seguridad jamás han estado garantizadas por ningún cielo protector. ¿Cuándo seremos consecuentes con esto, afrontando un riesgo de vivir que siempre ha sido tan grave como la peor de las plagas? En caso contrario, corremos el peligro de conservar nuestra salud, pero en el formol de unas vidas que no salen del estado de crisálida.

Volvamos a vivir a fondo, como si fuéramos simples mortales. Dejemos que la vieja finitud se encargue de buscarnos la forma en que hemos de sufrir, de gozar y, llegado el caso, de morir. No podemos seguir intentado durante más tiempo cambiar el viejo peligro de existir por una seguridad irreal que nos mata silenciosamente en vida.

Ignacio Castro Rey (Santiago, 1952) es filósofo, escritor y crítico cultural. Ha publicado numerosos artículos y libros. Los más recientes son En espera y Sexo y silencio, ambos del 2021.