
Sería más fácil sacar a colación los límites del humor, pero esto va más allá. Mucho más allá. Porque podemos enzarzarnos en un debate sin fin sobre si los chistes que no tienen gracia deben ser contados, incluso sobre qué es gracioso y qué no o si realmente existe algún tipo de consenso sobre el concepto de humor. La clave, sin embargo, es que existe el debate. Se discute en público, en privado, entre humoristas, activistas, políticos, en la barra de los bares y en los foros online. Pero la discusión existe.
A Jimmy Kimmel lo han silenciado esta semana por decir que la administración Trump estaba intentando ganar puntos con la muerte de Charlie Kirk. Cuando suspenden de manera fulminante un show que llevaba muchos años en antena no es porque no haya humor, o bajas audiencias. Es que no hay lugar para el debate. Y sienta un precedente muy peligroso, porque significa entonces que tampoco hay libertad de expresión.
Sus compañeros en eso de los late show —incluyendo a Colbert, ganador de un Emmy con un programa que está a punto de ser cancelado— han cerrado filas de la mejor manera que pueden: con humor. Porque la risa siempre ha servido para decirle al emperador que va desnudo. Lo terrorífico es que, impasibles, asistimos a otro ataque contra la democracia.