Si el fútbol es un sentimiento incontrolable, la noche del 7 de abril del 2004 la grada del estadio de Riazor asistió probablemente a la mayor concentración de emociones de su historia, a una catarsis que, quizá por inesperada y única, tuvo el sabor de las grandes citas. No había un título en juego, como el 19 de mayo del 2000 frente al Espanyol, e incluso el mismo escenario había presenciado otras épicas victorias -el Madrid era entonces un blanco fácil en A Coruña- o a remontadas imborrables, como el día en que Pandiani destrozó al PSG en una segunda parte espectacular.
Pero darle la vuelta a un 4-1 frente al campeón de Europa, empequeñecer a un grupo liderado por una defensa en la que militaban mitos como Cafú, Maldini o Nesta y con algunos de los mejores jugadores europeos del momento, tiene pedigrí como para ser recordada durante toda una vida. En otras noches memorables, el Dépor de Javier Irureta había conquistado Highbury Park, Old Trafford, el Allianz Arena, incluso San Siro..., pero reducir a cenizas al orgulloso Milan de Kaká o Shevchenko y privar al campeón de la defensa de su trono fue el mejor regalo con el que aquel grupo de jugadores podía obsequiar a sus aficionados, en Riazor. Nada escenifica mejor aquella cita que el regreso a los vestuarios al final de los primeros 45 minutos (3-0) de los jugadores que entonces entrenaba Carlo Ancelotti; cabizbajos y a cámara lente, mientras, a su lado, veían pasar veloces a los héroes en blanco y azul. «Era como si quisieran acelerar el tiempo para continuar cuanto antes», describía Irureta. Una pesadilla inasumible para el Milan. Tan difícil de asimilar como la infausta semifinal posterior contra el Oporto. Pero eso es otra historia; una pesadilla con graves consecuencias.