Cazando choza en la selva urbana

Alberto Magro VIGO

VIGO

XULIO VILLARINO

Reportaje | En busca de un piso Suelos hundidos, ventanas rotas, muebles podridos, cocinas antediluvianas y cláusulas contractuales draconianas conforman el menú del día de quien busca techo en Vigo

17 ene 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

Suena el despertador. Son las ocho de la mañana. Toca levantarse prontito, cuando el periódico y los anuncios por palabras están aún calientes, recién hechos. Es la única forma de llegar a tiempo, antes de que el apartamento deseado caiga en manos de algún otro desesperado cazador de alquileres. Después de una semana de decepciones queda claro que los pisos que merecen la pena se esfuman antes del mediodía. A esa hora sólo quedan agencias, propietarios que quieren hacer el agosto y unos dudosos negocios que primero cobran y luego trabajan. Díez días después de empezar la caza en la selva urbana, cualquiera es ya un experto tirador. Los anuncios se leen rápido: sólo es cuestión de coger los teléfonos que no se repiten, porque esos son los de las agencias y sus sucedáneos de pago previo. La ronda de llamadas hace la criba definitiva. Las visitas del día se pueden contar con los dedos de una mano. Comienza la verdadera aventura. El primer piso de la mañana está cerca de Travesía, junto a calle Aragón. Recibe un señor de pelo cano, que saluda muy amable desde detrás del bigote: «¿Cuánto tiempo piensas quedarte en el piso?». Tanto aplomo obliga al encogimiento de hombros. «Me tienes que enseñar la nómina y es preciso un aval», espeta. Tras el saludo, comienza la visita al piso. Tiene unos 30 metros, distribuidos en una cocina en el final de su vida, un salón decorado al gusto de la abuela de Agatha Ruiz de la Prada y un dormitorio en el que lo más grande es el Cristo que preside la cama. El precio es de 375 euros y la paciencia para aguantar el interrogatorio: «¿Dónde trabajas? ¿No tendrás animales? ¿Llevas mucho tiempo en tu empresa?». La inspección acaba con la misma exquisita cortesía con la que comenzó: «Piénsalo ya, que hay más gente». Visto lo visto, toca el segundo de la lista. Está en Camelias, por lo que 30 minutos después de llegar al lugar el coche queda estacionado en doble fila. Hay que visitar una peluquería. Allí atiende una señora simpática de verdad, que te abre la puerta de un lugar que huele a tinte. Te indica el camino: el piso en alquiler es una partición de la peluquería, y comunica con ella en varios puntos. Nada es nuevo, la cocina es un fogón de gas y apenas hay luz natural. Cuesta mucho menos que el anterior y esta vez la arrendadora es tan agradable como poco interesante el piso. Se despide con una enorme sonrisa. Tanta amabilidad da energía para el último intento: una «casa en Castrelos», según la conversación telefónica. Llegado al lugar, sólo hay media casa colgada de una cuesta que conduce de Castrelos al infinito. El arrendador no está, pero contesta al móvil. Se había olvidado, pero llega rápido: sólo tiene que subir una escalera. Él propietario vive en la planta baja y alquila la segunda. Abre la puerta a lo insólito: la pared es una humedad; el suelo, un agujero; la cocina tiene tantos años como el monte en el que se asienta; y los muebles son tan viejos que si hablaran sólo sabrían latín. El dueño pide 400 euros y aval bancario por 40 metros de choza. Mañana, la caza comienza otra vez a las ocho.