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Mi hermosa lavandería

¿Por qué eres tan guapa?

Isabel Coixet

Sábado, 21 de Mayo 2022, 01:10h

Tiempo de lectura: 3 min

La mujer erguida frunce los labios cuando le pasa por el lado una mujer despeinada,  cargada con un bebé en el pecho y una maleta enorme, que le pide inmediatamente disculpas. Ay, si las miradas mataran. La mujer erguida lleva un traje estampado príncipe de Gales y medias y zapatos relucientes y un bolso de piel marrón Hermès y desearía no estar en esta cola del AVE, rodeada de gente con mochilas y maletas y bocadillos y vasos de café. La veo mirar a su alrededor y nadie goza de su aprobación. Todos le sobramos: las mujeres con niños, los grupos de viajeros ruidosos, los ancianos que se prestan gel hidroalcohólico y pañuelos de papel, los adolescentes que miran vídeos de TikTok con la música y las risas a tope y, especialmente, la pareja de chicas que van haciéndose arrumacos justo delante de ella. Cada beso, cada caricia, cada palabra que susurran le hacen fruncir más los labios, alzar más las cejas; el pie se le revuelve en la media color carne dentro del zapato granate hecho a mano.

La veo mirar a su alrededor y nadie goza de su aprobación. Todos le sobramos: las mujeres con niños, los grupos de viajeros ruidosos, los ancianos que se prestan gel hidroalcohólico

He conocido a muchas mujeres así, mujeres para las que el contento ajeno es motivo de amargura y escarnio. A hombres también, claro. Pero me afecta más, lo confieso, cuando es una mujer la que se comporta así. Veo a una igual emponzoñarse la vida, a ella y a los que la rodean, por la más estúpida de las razones: porque la felicidad ajena le devuelve una imagen que se resiste a admitir, la de su propia rigidez.

Veo tristeza, vacío, soledad, anquilosamiento: los sentimientos son como los músculos, hay que ejercitarlos para vibrar y sentirlos.  Veo amigos que desaparecen porque, por mucho cariño que le tengas a la mujer de labios fruncidos, nadie quiere sentirse perennemente juzgado, analizado, despreciado. Sé que hay muchas cosas en el pasado de esta mujer, sé que esa coraza de desagrado no se construye en dos días ni en cinco y me gustaría sentarla delante de mí y reírme en su cara de esa mueca de asco profunda, esa expresión continua de oler a mierda. Cómo querría sacudirle los hombros y decirle que nada de esto es necesario: ni el erguimiento, ni el fruncimiento de labios, ni la mueca, ni nada. Decirle que la vida es demasiado corta para ser prisionera de una actitud que debió de adquirir ya en la adolescencia. Decirle que a veces yo también he sido esa mujer (menos las medias color carne, que me parecen un invento satánico, y el bolso Hermès) y que luego me ha dado la risa cuando he caído en la cuenta. Decirle muchas cosas que seguramente no quiere escuchar porque quizás ella misma se las ha dicho, pero es más fácil y seguro seguir odiando al mundo que entendiéndolo y tolerándolo. Decirle que sé que hay dolor y a veces tragedias y sinsabores tras cada fruncimiento de labios y que  nunca sabremos hasta qué punto. Y que hay heridas que, mientras las alimentemos de patrañas, van a seguir supurando hasta los restos.

Pero ahora, cuando la vuelvo a mirar, veo una expresión repentina de desconcierto en su cara: una chica de la pareja que tiene delante le ha dicho a su novia: «Pero ¿por qué eres tan guapa?», y ha sido un golpe bajo, la mujer no sabe qué cara poner ni dónde mirar y me parece adivinar una sonrisa que le asoma en la cara, muy a su pesar…