Votad para que no se lleven las vacas

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

MARTINA MISER

Cómo hacerse un hombre de provecho gracias a La Voz y a Romay Beccaría

23 feb 2020 . Actualizado a las 22:00 h.

Mi madre asegura que soy un portento, pero no por guapo, listo o rico, sino porque cuando voy a pasar la tarde con ella y me pongo a escribir en el teclado de mi ordenador, me mira asombrada y acaba diciendo siempre lo mismo: «No he visto ni veré nunca en mi vida a nadie escribir tan deprisa con una sola mano». Como mi madre tiene noventa años, es decir, mucha vida detrás, e incluso aprendió mecanografía y taquigrafía siendo joven, pues es una autoridad en esto de escribir en un teclado y que me admire de esa manera, no tiene precio.

La verdad es que sí, que con una sola mano escribo vertiginosamente en mi pequeño portátil. Supongo que si tuviera dos manos, sería imposible tanta velocidad pues los dedos se tropezarían unos con otros y las manos se darían golpes y se pelearían. Sea como fuere, me gusta ir a ver a mi madre y que ella disfrute con la portentosa habilidad de su hijo. Supongo que la llena de orgullo comprobar que aquel niño, el primero de sus seis hijos, al que, a los veinte días de salir de su vientre, le tuvieron que amputar el brazo derecho, es hoy un hombre de provecho. Y ese provecho, mi madre no lo ve en el dinero, en el poder ni en la sabiduría, sino en la velocidad de unos dedos.

Velocidad al teclado

Le debo mucho a este periódico. Lo primero y más importante es la velocidad para escribir en un teclado con una mano. Cuando empecé a publicar en La Voz de Galicia (junio de 1986), la delegación del periódico en Vilagarcía estaba justo debajo de mi casa, en la calle Vicente Risco. Entonces, todo era más rudimentario y romántico. Los artículos los escribía con pluma estilográfica, los bajaba a la redacción y allí los tecleaban en un teletipo y los enviaban a la central. Si llevaban foto, la imagen, en un carrete o ya revelada, se llevaba a la estación de ferrocarril y se le entregaba al maquinista del tren de la tarde, que se lo daba, a su vez, a un botones de La Voz que iba a recogerlo en A Coruña.

Hacía once años que se había fabricado el primer PC Alter y ocho desde que Steve Jobs, con 23 años, había creado el Apple I. Así que, al poco de empezar a publicar en La Voz, me compré un ordenador con un disco duro de 20 megas en una tienda que quedaba justo enfrente de donde hoy está la delegación del periódico, en Ramón y Cajal. Fue en aquel aparato donde empecé a desarrollar la destreza que subyuga a mi madre y que la ayuda a dormir en paz, con la seguridad de haber educado bien al hijo que tantas preocupaciones le provocó al poco de casarse, cuando era una joven madre veinteañera y se encontró con aquel regalito.

En cuanto a mi padre, sus amigos recuerdan que mi nacimiento lo convirtió en un señor mayor: en dos meses, encaneció y se llenó de preocupaciones. A mi padre, eso de que escriba deprisa con una sola mano le parece una destreza menor. Lo que de verdad le emocionó y le convenció de que, por fin, aquel bebé con un solo brazo había llegado a ser un hombre de provecho fue cuando llegué a casa con un carnet de conducir embuchado en una funda de plástico de Autoescuela Gago.

La verdad es que siempre había pasado de manejar un coche. No lo necesitaba para nada porque para ir al instituto de Fontecarmoa gorroneaba cada mañana el coche de mi recordado compañero Alonso y su mujer Lolita. Ellos me recogían en la plaza Xoán XXIII cada mañana y me llevaban a clase. Después, nos compramos un R5 en lo de Moral Riestra y conducía mi mujer. Era más cómodo así.

Cuaderno de campaña

Pero volvió a cruzarse La Voz de Galicia por el medio y me vi en una tesitura con una sola salida: o aprendía a conducir o no podría viajar para escribir reportajes de pueblos lejanos ni podría seguir las campañas políticas de Romay Beccaría por las corredoiras de Galicia. Así que me matriculé en la autoescuela de Gago Lorenzo y así pude escribir crónicas en La Voz sobre aquellas jornadas locas de Romay, cuando en una tarde se recorría Brión, Negreira, A Baña, Val do Dubra, Santa Comba y Zas, y en cada pueblo daba un mitin, invitaba a pulpo y a carne o caldeiro y terminaba su discurso siempre, campaña tras campaña, con el mismo aviso: «El domingo, olvidaos por un rato de las vacas e id a votar, no vaya a ser que el lunes, por no ir a votar, os las quiten los socialistas». Aquella crispación vacuna tan enxebre me fascinaba y solo por asistir a los mítines country road de Romay me mereció la pena sacarme el carnet de conducir cuando estaba ya cerca de los cuarenta.

Hay quien madura en la guerra y hay quien crece interiormente gracias a los desengaños, hay quien se hace un hombre o una mujer de provecho trabajando de sol a sol y quien madura emigrando. Para mis padres, todo lo que soy se lo debo a La Voz y a Romay Beccaría.