Del IES de Vilaxoán al de Arroyo de la Luz

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

MARTINA MISER

La pandemia asuela este pueblo extremeño donde también había mucho abandono escolar

23 mar 2020 . Actualizado a las 21:34 h.

En 2001, dejé el Instituto de Vilaxoán y me trasladé al Instituto de Arroyo de la Luz, una localidad de 5.000 habitantes situada a 20 kilómetros de Cáceres. Arroyo de la Luz es un pueblo singular, diferente, no tanto como Vilaxoán, pero casi. Su característica principal, la que lo convierte en símbolo y referencia, es el caballo. En Arroyo, hay un caballo por cada cinco habitantes. En el pueblo, los corceles no son un distintivo de elegancia ni se asocian con lo pijo. Allí, tener un caballo, cuidarlo, saber montarlo y recorrer al paso o al trote los campos e incluso las calles es tan normal como ir en bici.

Con mis alumnos, tenía un problema que ya había vivido en los años 80 y primeros 90 en el instituto de Fontecarmoa: en cuanto podían, dejaban de estudiar para dedicarse a la construcción. La razón es que Arroyo, además de ser la capital del caballo, es también la capital de los “ferrallas”, es decir, de los encofradores. En los años 60, se construyó en la comarca el embalse de Alcántara, entonces el más grande de Europa, y los arroyanos se colocaron como albañiles en el pantano y aprendieron a encofrar como nadie. La formación pasó de padres a hijos y los “ferrallas” arroyanos se convirtieron en un gremio prestigioso y muy solicitado.

El caso es que mis alumnos varones dejaban el aula en cuanto podían para emplearse en Madrid, Barcelona o Berlín como encofradores, ganando 3.000 euros o más al mes y apareciendo por la puerta del instituto a las pocas semanas conduciendo un BMW o un Golf. ¿Les suena? A mí, sí que me sonaba: era la misma lucha contra el abandono escolar que había vivido en Arousa en la época de las descargas de fardos a 50.000 pesetas la noche. Eso sí, el trabajo del encofrador era legal.

Pero llegó la crisis y se acabaron los BMW, los “ferrallas” tuvieron que volver al instituto a completar la formación o emigrar a Argelia, donde les ofrecían trabajo, y Arroyo vivió una etapa de crisis y paro muy grave. Pero no por eso se amilanaron. Al mal tiempo buena cara. Y una manera de sonreír ante la adversidad fue viajar.

En Arroyo de la Luz, la mili no es ir al ejército, sino hacer la excursión de 1º de Bachillerato. Se trata de un viaje en autobús a París, Bruselas, Brujas y Amsterdam convertido en una actividad institucional que certifica la mayoría de edad de quienes lo realizan. A tanto llegaba la cosa que había alumnos que se matriculaban en 1º de Bachillerato y seguían en clase hasta que se realizaba esa excursión. Al volver, dejaban el instituto y se iban a encofrar, pero lo hacían con la satisfacción personal de la mayoría de edad excursionista.

Nada más llegar desde Vilaxoán, me liaron para ser responsable de esa excursión. El día de la partida, siempre el lunes antes de Semana Santa, al llegar al pueblo para montar en el autobús, me quedé estupefacto: allí había cerca de 2.000 personas que habían acudido a despedir a los viajeros. Aquello no era una excursión, era un rito iniciático, una especie de bautismo, un viaje a la madurez. Partimos del pueblo entre aplausos, vítores y llantos de los familiares y amigos de los alumnos. Algunos de ellos nos siguieron a caballo hasta salir de Arroyo . En fin, ¡inenarrable!

La vuelta fue parecida. Agotados tras viajar desde Amsterdam parando solo a dormir en Burdeos, nuestro cansancio se evaporó al entrar en el pueblo y escuchar la atronadora ovación que nos dedicaban las familias como si llegáramos de una misión especial en Afganistán o en Bosnia.

A partir de ese viaje ritual, que marca la frontera entre la adolescencia y la madurez, los arroyanos se convierten en seres viajeros adictos a los autobuses. En el pueblo se organizan continuamente excursiones a los lugares más inverosímiles: el Cristo de Medinaceli, el Centro Comercial Xanadú, la Fiesta del Chocolate en Óbidos, la del Marisco en O Grove, la playa de Matalascañas, los Patios de Córdoba en primavera...

Hace un mes, desde Arroyo organizaron un viaje a Sevilla para asistir a una función del Circo del Sol. El autobús, naturalmente, se llenó en 24 horas y el viaje fue una fiesta perpetua con selfies, cantos tradicionales (“Para ser conductor de primera...”), tortitas de camarones, vino fino y circo. Pero hubo un problema: una señora entrañable, catequista, cuidadora de ancianos, miembro de un coro y activista en general, enfermó de coronavirus. Al volver, tardó en manifestarse la enfermedad y el contagio se extendió por el pueblo. Al poco, la buena señora falleció y hoy, Arroyo de la Luz es un pueblo en estado de alarma: completamente aislado por la Guardia Civil, vigilado por drones para que los vecinos no salgan ni para ir a alimentar a las ovejas (dos ganaderos que salieron sin permiso no pueden volver al pueblo), desinfectado continuamente por el ejército. Hay 50 casos de coronavirus, van cinco muertos en un pueblo de 5.000 habitantes y los alumnos de 1º de Bachillerato de mi instituto están desolados: va a ser la primera generación en medio siglo que se quedará sin viaje bautismal. Este año no habrá excursión a Amsterdam.