A Illa, de anarquista a Berlín Este

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

MONICA IRAGO

Las nuevas normas de tráfico chocan con el espíritu colectivo libertino y ácrata de los isleños

13 jul 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

A Illa de Arousa es un paraíso y como todos los paraísos, corre peligro: mientras son desconocidos, mantienen su encanto y su singularidad, en cuanto son descubiertos por las multitudes, dejan de ser un paraíso terrenal para convertirse en destino de turbas turísticas, en aglomeración, hacinamiento y meta de muchedumbres. Llegados a ese punto, el paraíso sucumbe, muere de éxito y se convierte en infierno, abismo y desesperación.

El ayuntamiento de A Illa de Arousa quiere evitar el profundo averno del desmadre turístico y ha tomado medidas que se resumen en que, desde el pasado 15 de junio, informaba Pablo Penedo en estas páginas, «tan solo los residentes, los trabajadores que hayan requerido la correspondiente autorización por razones laborales y los clientes y consumidores de la hostelería y el comercio local pueden acceder con sus vehículos al centro del pueblo marinero». Esta medida y otras relativas al aparcamiento y tráfico rodado de acceso a las playas intentan poner orden en una Illa de Arousa que no creció pensando en convertirse en la Meca del turismo en la ría, sino creyendo que siempre será un pueblo marinero con sus particularidades y su orgullo.

Los de 50, apelativo muy joyero, seguramente recordarán cuando A Illa era una joya sin puente y quizás les suceda como a mí, que no soy capaz de olvidar el primer desembarco isleño. Llegabas en una lanza de desembarco reciclada de la guerra de Corea, en compañía de cestas de frutas, fotógrafos de bautizos y sacos de Correos. Un autobús te llevaba desde el muelle de O Xufre hasta las proximidades de las playas de O Bao, Area da Secada o mi favorita, O Carreirón, donde pasaba días acampado sin nadie alrededor, ni bañistas ni turistas.

En esos años (1981-1985), el vilagarciano José Antonio Gago Lorenzo, diputado de UCD por Pontevedra, perseguía por los pasillos de las Cortes a Luis Ortiz, ministro de Obras Públicas, hasta que consiguió convencerlo para que visitara A Illa. Gago era muy listo e hizo coincidir la visita con un día de tempestad. El ministro comprobó que en aquella isla vivían de verdad 5.000 personas, se percató de que los días de temporal no podían ir a clase (antes del puente, los días de mala mar no ponía falta a mis alumnos de A Illa), al médico, ni salir de A Illa y dio el visto bueno para que se construyera el puente.

Se inauguró en 1985 y no hay duda de que cambió la vida cotidiana. Desde el punto de vista práctico, el puente era estupendo, pero desde el punto de vista emocional, removió algo íntimo de la idiosincrasia isleña, del imaginario colectivo local y hubo una reacción, mitad política, mitad inexplicable e irracional, que produjo manifestaciones y algaradas el día de la inauguración. En el fondo, el puente venía a romper una inercia existencial, un estilo de vida muy asumido y fue visto con recelo. Un cartel levantado en O Bao resumía el subconsciente popular isleño: señalaba el camino del puente y la ruta segura hacia el orden, la jerarquía, la normalidad y las reglas estrictas. En el cartel ponía: «Al Continente».

Para entender A Illa, hay que recurrir a las fuentes. Por ejemplo, a Julio Camba, cuando, en 1903, cansado de viajar y vivir, pero convertido ya en una celebridad, se embarcó en la motora en Vilanova de Arousa y desembarcó en A Illa, donde le llamó la atención una acracia social muy atractiva. Camba recordó su experiencia en un artículo: «Precedido de la fama que me habían hecho los periódicos, y satisfecho de ella como si fuese exacta y estuviese bien compuesta, llegué un día a la isla de Arosa. El terror que mi presencia produjo en aquellas gentes era perfectamente injusto. Era injusto porque aquellas gentes vivían entonces, y aún siguen viviendo, en una deliciosa y paradisíaca anarquía». Paradójicamente, los isleños, anarquistas de nacimiento, se aterrorizaban ante la visita del ácrata más irónico e iconoclasta del periodismo de la época. Y ahora, en 2025, llega el ayuntamiento y quiere imponer cámaras vigilantes, reglas y multas, estrictas normas de tráfico en Acracialandia y claro, el espíritu ancestral de A Illa se rebela y recurre a la picardía: varios locales de hostelería facilitan matrículas de proveedores que no lo son, hasta 65 salvoconductos fraudulentos; 75 coches aparcados donde no deben y multa al canto. El espíritu antipuente y el libertinaje delicioso percibido por Camba sustanciados en una rebelión contra el orden, pero también en una reacción ilógica y masoquista: si las normas de tráfico no se cumplen, A Illa será engullida por las masas llegadas desde el Continente y se acabará la paradisíaca anarquía. O normas o degeneración.

Para acabar de darle color a la contradicción y animar la paradoja, ha entrado en liza Gonzalo Durán, alcalde sempiterno de Vilanova, 30 años en el cargo y el aviso durante la celebración del trigésimo aniversario de que va a estar otros 30. Durán ha cambiado las tornas y ha comparado la antaño libertina Illa con Berlín Este, frente a Vilanova, la tierra de la libertad. Dejando a un lado las resonancias «ayusianas» de la ocurrencia, lo cierto es que el valiente ayuntamiento isleño va a pasarlo mal por intentar aplicar sensatez donde siempre se ha vivido de manera insensata, rebelde e insubordinada.