Manuel Blanco Picón, encargado del trasatlántico Cabo San Vicente: «Yo no era nada y embarcarme lo fue todo... Para mí fue la vida»
VALGA
Este vecino de Valga se enroló, sin saberlo, en la aventura de su vida
21 jul 2025 . Actualizado a las 11:42 h.Era un día importante, Manuel Blanco Picón iba a conseguir un trabajo fijo pero un telegrama cambió el rumbo de su vida. Nacido en Valga en 1931, Manolo trabajaba de carpintero de barcos en Marín, pero ninguno de ellos lo llevaría a protagonizar incontables aventuras. Ya casado y con un hijo, su suegro puso su nombre sobre la mesa correcta en el momento indicado. El trasatlántico Cabo San Vicente estaba a punto de levar sus anclas cuando la tripulación recibió un nuevo integrante. Manolo iba muy bien recomendado, los marqueses de Méndez Núñez recurrieron directamente a la Casa Ybarra para su inminente incorporación.
Debió despedirse de su familia sin conocer lo que le deparaba el destino. Para él todo era una novedad: sus compañeros, las innumerables estancias, la etiqueta... Ese barco sería hogar de sus aspiraciones, ilusiones y refugio de sus miedos a lo desconocido. Finalmente, quince días más tarde, atracaron en el puerto del nuevo mundo, Buenos Aires. Allí, cada barco con bandera europea era recibido por una marea de personas entre las que él ansiaba ver a su padre. «Desde la cubierta miré a toda la gente que había allí para ver quién podía ser». Fue entonces cuando, por primera vez, Manolo se enfrentó con un mundo inexplorado... La conmoción que lo abordaba era innegable: «Me gustaba mucho, pero yo nací en una aldea y meterte en una ciudad así tan grande no es fácil...». Con el tiempo, esas distancias abismales se harían más cortas, la relación con su padre se estrecharía y las que fueron sorpresas se tornarían en rutinas.

Aquel viaje fue el comienzo de la odisea, el primero de más de cien que realizaría a Buenos Aires. «Los viajes regulares eran desde Italia a Buenos Aires pasando por Barcelona, Portugal, Tenerife, Río de Janeiro, Santos y Montevideo. Estábamos dos o tres meses haciendo cruceros por Sudamérica y cuando llegábamos a Europa, lo mismo».
Llegado el momento, su experiencia en el trasatlántico le hizo ascender a encargado de camareros, rango que se le otorgó tras años de esfuerzo. «El primer año limpié los váteres de la tripulación; el segundo el los pasajeros; el tercero, platos; el cuarto año cociné y le serví a la tripulación; después estuve en el bar y cuando llevaba nueve o diez años llegué arriba de todo, por hacer las cosas bien y ser honrado», cuenta el tripulante retirado.
Hoy, a sus casi 94 años, Manolo dice estar «contento y satisfecho de dar esas vueltas por el mundo, de haber vivido todas esas historias, a pesar de los problemas que tuve en muchos sitios», entre ellos, cuando un compañero se encontró en el hospital en Haifa (Israel) y, para ayudarlo a que le dieran el alta, el valgués tuvo que recurrir a la embajada.
Así fue que, gracias a los cruceros, tuvo la oportunidad de conocer otros lugares por fuera de la ruta fija: las pirámides de Egipto, los mercados árabes, el sol de medianoche en Noruega, el carnaval de Río de Janeiro... También realizaron viajes particulares de Francia a Nueva York y viceversa, pero el más destacado zarpó desde otro puerto.

En 1962, el Cabo San Vicente surcó las aguas barcelonesas con destino Atenas. A babor y a estribor los escoltaban dos barcos de guerra. Los pasajeros, la familia real y unos ministros que se dirigían a Grecia con motivo de la boda entre Juan Carlos I y Sofía. Manolo recuerda que tenían que servir dos mesas de cuatro y que el novio «parecía tranquilo, hablando con Don Juan y Doña Mercedes», señores con los que ya había tratado en Estoril, cuando acompañaba a su amigo Roldán, el panadero: «Él me decía ‘Picón, vente conmigo', yo le preguntaba a dónde, y me respondía ‘A la casa del Rey de España', y le llevábamos los dulces».
Pero también está la otra cara. En tantos años embarcado recuerda momentos duros. Uno de ellos fue cuando se encontraron con una tripulación a la deriva, manchados del petróleo de su barco hundido. «Fue una casualidad que nosotros estuviéramos allí en ese momento para salvarlos, pero podía haber sido una tragedia, los pedazos de hierro volaban por los aires».
La vida en el mar la dejó porque «ya tenía la vida un poco armada». Entonces decidió poner los pies sobre la tierra para estar con su familia, que siempre tuvo presente. Por unos años siguió trabajando, «en el hotel Scala de Padrón, en la sala de fiestas Chanteclair de Valga y en una fábrica». Luego se jubiló, compró fincas y reparó toda la casa.
Manolo es un ejemplo de cómo el sacrificio del trabajo te lleva lejos. «Yo no era nada y embarcarme fue todo... Para mí fue la vida», dice. No tuvo escuela, solo fue a ella tres años antes de dedicarse a los animales que tenía la familia. Tras más de 20 de servicio, recorrió el mundo entero, pero afirma que su lugar está en Valga: «Yo estoy viviendo en el mejor sitio del mundo».
Manolo afirma que no se arrepiente de nada. El barco le abrió las puertas al mundo, le obligó a hacerse entender mediante señas, lo llevó a servir a la familia real, a convertirse en diplomático para ayudar a un amigo en Haifa, a domar camellos y mulas y a dominar divisas desconocidas.