Máximo Bóveda, cocinero en mercantes y barcos de pasaje: «Nin temporal, nin olas de oito metros... A comida había que facela»

Rosa Estévez
rosa estévez VILAGARCÍA / LA VOZ

VILAGARCÍA DE AROUSA

Martina Miser

Pasó 38 años en las cocinas de barcos de pasaje y de carga; hoy cocina en casa, para su mujer

27 nov 2023 . Actualizado a las 17:56 h.

A Máximo Bóveda fue la vida la que lo empujó al mar. «Eu non quería embarcarcuenta sentado en su confortable casa de Carril— pero o meu pai morrera, eramos catro irmáns, e a miña nai necesitábame, facía falta un soldo máis», recuerda. Así que cuando su padrino, Máximo Patiño del Valle, le dio la oportunidad de «embarcar de monaguillo» en un barco mixto de pasaje y carga, allá se fue. «Non quería», repite. «Descoñecía todo... Saía dun pobo, non sabía nin o que era un cepillo de dentes», relata. Aquel buque al que se subió era el Ciudad de Cádiz. Cubría sin descanso una ruta cuyos extremos estaban en Bilbao y Canarias. Para las islas llevaban conservas y madera; de vuelta traían plátanos. «A primeira vez que embarquei, botei dez meses. Cando volvín a Vilaxoán, vin a miña nai ao lonxe e saltáronseme as bágoas». Y es que, aunque el amor lo llevó a asentarse en Carril, Máximo es de Vilaxoán, de una familia que vivía del mar: su madre, Flora López, trabajaba en la fábrica de Pita e iba a vender sardinas por la tarde. Era una mujer valiente: se quedó viuda muy joven y tuvo que sacar a su familia adelante sola. Antonio Bóveda, su marido, había muerto demasiado pronto. Era mariñeiro, y Máximo recuerda salir con él al mar. «Mentres recollía o aparello, eu ía coller as peras de manteca que había nalgunhas illas da ría», cuenta nuestro protagonista. Un día, de vuelta a Vilaxoán, se le cayeron las peras «e eu fun detrás». Su padre estaba ocupado y no se enteró del peligro en el que se hallaba su hijo. Menos mal que un vecino lo vio en el agua. «Joaquín Diz salvoume a vida».

Pero ese no iba a ser el único susto que Máximo se llevase en el mar. Tampoco es el que más le ha marcado. «O susto máis grande que levei non foi por culpa do mar», relata. Fue muchos años después, cuando estaba enrolado en el Santa Cruz de Tenerife. «Sairamos ás doce da noite de Barcelona. Aínda estabamos traballando na cociña, á unha da mañá, cando veu o mariñeiro preferente e nos dixo que había lume na máquina, que colleramos uns extintores... Pensei que quedabamos alí», relata. «Mira que teño collido temporais, algún raio ten caído na cuberta... Pero o susto máis grande foi aquel», señala.

Los días de temporal tenían su intríngulis en las cocinas del barco, que es el territorio en el que Máximo creció como profesional. Comenzó como marmitón, lavando platos, pelando patatas y levantándose temprano para hacer café con leche condensada para toda la tripulación. Fue aprendiendo y llegó a lo más alto del escalafón, aunque nunca le gustó «mandar en xente que era máis vella ca min». En la cocina, señala, se trabajaba todos los días. «Nin temporal, nin olas de oito metros... A comida había que facela», señala. Cuando iba en barcos de carga, el equipo era reducido y él, en cuanto escaló de categoría, se encargaba de todo el proceso: desde hacer los encargos más grandes, hasta ir a la plaza para compras más detallistas. A veces, dice, su trabajo tenía algo de milagroso: el convenio decía que las comidas debían de ofrecer «cantidad, abundancia y calidad», y a veces lograrlo exigía hacer un poco de magia. Máximo sigue empleando hoy en día los trucos que descubrió entonces para sacar el máximo partido a los alimentos: va a la compra con su mujer, Elvira, y se encarga de la cocina. «Podo facer de todo, pero o que máis me gusta comer é o cocido», dice. Reconoce que a veces «sufre» al ver cómo se alimentan las familias de hoy en día. «Hai maneiras para axustar a compra e comer ben».

Cocinar en casa tiene sus ventajas. Primero, que debe preparar mucho menos alimento que cuando cocinaba para un barco entero. Segundo: las cosas no se mueven. Da igual que fuera de casa llueva o haga viento: las cosas dentro se mantienen en su sitio. En la cocina del barco no era así, y todo estaba preparado para poder ser amarrado en caso de necesidad. «Se non, podía saír disparado dunha esquina a outra», relata Máximo. «Os días que había mala previsión xa nos dicían: amarrade ben as cousas». Y él aplicaba esa información a los menús: «Neses días facías menús secos, sen caldos nin sopas. Para que, se caía todo?», recuerda.

Esos vaivenes provocados por un mar embravecido también afectaban a su trabajo cuando estaba en barcos de pasaje de la Transmediterránea. Ahí los equipos eran mucho más grandes, porque daban de comer no solo a la tripulación; también había carta y platos combinados para los pasajeros. El trabajo en aquellos servicios debía de ser digno de ver: equipos de doce profesionales atendiendo todas las demandas a la perfección. A veces embarcaban cocineros de escuelas de hostelería que observaban alucinado «como doce galegos eramos capaces de sacar aquilo adiante».