Los robinsones de A Illa de Arousa

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

VILANOVA DE AROUSA

ADRIÁN BAÚLDE

Paraíso solitario hace 40 años, la localidad es hoy un destino tentador que hay que vigilar con drones

12 sep 2021 . Actualizado a las 10:32 h.

Mi tío Ignacio tiene una pequeña finca con media docena de higueras. Durante el año, cuida los árboles frutales y, a medida que se acerca septiembre, se relame imaginando el dulce placer que le proporcionarán los higos. Hace un par de veranos, cuando llegó a la finca para cosechar sus deseados higos, se llevó la desagradable sorpresa de que no quedaba ni uno, se los habían llevado todos. Al año siguiente, no esperó a que maduraran demasiado y, una mañana de principios de septiembre, se acercó a su higueral con un par de capazos y mucha ilusión, pero se encontró a un desconocido que estaba acabando de robarlos. Mi tío le afeó el gesto y el furtivo se justificó con desfachatez: «Lo que hay en España es de todos los españoles».

Este razonamiento tan simple y tan tonto es un lugar común que no es fácil de eliminar del imaginario colectivo. La creencia de que el mar y la tierra son de todos es un pensamiento idealista que se asocia de manera estúpida con la libertad e incluso con el romanticismo.

He escrito una novela cuya anécdota inicial, la que da pie al desarollo de la trama, es una costumbre que había en alguna aldea de la ría de Arousa. En ese lugar, las mariscadoras habían recogido almeja desde antiguo donde les había parecido bien, el mar entonces no tenía parcelas y el marisqueo era libre. Cuando se establecieron las concesiones en cada playa, aquellas mariscadoras sintieron que estaban coartando su libertad y, de manera testimonial, cada cierto tiempo, hacían una incursión en un arenal prohibido, donde habían mariscado toda la vida, y recogían unos puñados de almejas. No se trataba tanto de robar cuanto de realizar un gesto simbólico de protesta, como si no se resignaran a perder lo que consideraban suyo: el mar.

En el interior, donde también existe la creencia ancestral de que la tierra es de todos, persisten los cazadores furtivos o los que no entienden de vedas ni moratorias porque se han educado en la falsa creencia de que la libertad es cazar cuando quieras y donde quieras. Son resortes primitivos de pueblos cazadores que tienen su lado demagógico: hay una parte de la sociedad que disculpa al furtivo porque los venados que caza son del señor marqués. Esto podría tener un pase en los tiempos del hambre, pero el furtivismo hoy no es un ejercicio de supervivencia, sino puro robo, simple diversión delictiva.

Viví ese romanticismo de sentirme Robinson Crusoe, viviendo en una isla, alejado de la civilización y alimentándome de lo que me regalaba el mar, hace ahora 40 años en A Illa de Arousa. Ese verano, me fui con mis hermanos y cuñados, todos ellos muy jóvenes, casi niños, hasta A Illa de Arousa. Cruzamos en la motora cargados con nuestras mochilas y nuestras tiendas de campaña. Nada más desembarcar, montamos en el autobús que recorría la isla de punta a punta cada vez que llegaba el barco de Vilanova, bajamos donde nos pareció y en un claro del bosque de eucaliptos, frente a la playa de Camaxiñas, que ahora está todo el verano de bote en bote, plantamos las tiendas y organizamos el campamento.

Con unas piedras, compusimos una mesa muy rústica para comer, otras piedras hacían las veces de sillas, con un camping gas y más piedras preparamos la cocina y así creamos de la nada nuestro hogar robinsoniano. A pesar de ser verano, no había nadie en los alrededores salvo una pareja de enamorados que no salía nunca de una tienda situada en una punta del eucaliptal, cerca ya de la Punta do Con Cerrado. Nunca los vimos y lo de enamorados lo suponíamos por los ruidos que se escuchaban en la tienda cuando nos acercábamos por allí.

Jamás habíamos vivido una experiencia semejante y era la primera vez que estábamos en una isla, pero nuestra ignorancia y nuestro espíritu aventurero podían con todo. El agua para beber la pedíamos por caridad en algunas casas más o menos próximas y alegrábamos el arroz y los macarrones, nuestro único sustento además de las latas de conserva, con lo que cogíamos del mar: lapas, pequeños mejillones de roca, almejas y berberechos. Éramos furtivos sin saberlo y lo desconocíamos todo de la ría, incluido el contrabando de tabaco. Así, durante la noche, nos sentábamos en la playa y cuando distinguíamos gamelas y lanchas que se hacían señales con linternas, nos poníamos a gritar el nombre de uno de nuestros abuelos: Juan. Imagínense la escena: varias lanchas con tabaco actuando con precaución y a la una de la madrugada, desde la playa, diez niños y jóvenes inconscientes empiezan a gritar: «¡Abuelo Juan, abuelo Juan!». Las lanchas metían gas a sus motores y escapaban a toda mecha sin entender nada, pero temiendo cualquier cosa.

Cuando rememoramos aquella experiencia, una de las más divertidas que hemos vivido, nos reímos recordando nuestra inocencia: creíamos que el mar era de todos y que los contrabandistas de tabaco eran navegantes de placer que se dedicaban a jugar con las linternas. Hoy todo ha cambiado: drones para vigilar las playas, sofisticados sistemas de señales, concesiones marisqueras cuidadas y cultivadas y furtivos que roban por placer o por dinero, no para hacerse un arroz con lapas.