Hace unas semanas viví una auténtica revelación. Estaba en Barcelona, en casa de una gran amiga, viendo Juego de tronos con sus compañeros de piso. Es una de sus tradiciones y lejos de mancillarla me uní a ellos sin pensarlo. ¿Quién se puede resistir a una noche de cervezas, pizzas italianas y una de las mejores series que se emiten actualmente en la televisión? Yo también pertenezco a esa secta que sigue el camino de Lannisters, Starks, Targaryens y Baratheons. Como le sucedió a millones de personas, a mí también me dio un vuelco al corazón cuando Ned nos dijo adiós. Como a millares de espectadores, yo también fui una de esas personas que se quedó en shock cuando terminó la desgarradora Boda roja ¿Cómo se me iba a ocurrir contestarles con un no?
Empezamos el capítulo expectantes, como si fuese el primero, como si la Guardia de la Noche todavía esperase la llegada de John Snow y Samwell Tarly. Entre sorbo de cerveza y mordisco de pizza nos mirábamos a los ojos y sonreíamos con timidez. Sabíamos que ninguna palabra debía romper la atmósfera que se había creado en aquel salón. Un «¿qué ha pasado aquí?» se coló con timidez entre el silencio. No obtuvo respuesta, ninguno de nosotros la tenía. Fueron pasando los minutos y nos fuimos perdiendo en la inmensidad de Poniente, entre las almenas del Castillo Negro y en la gélida tundra de más allá de El Muro.
Cuando terminó nos levantamos con la sensación del trabajo bien hecho, solo nos faltó abrazarnos a la pantalla por no habernos fallado. Reconozco que lo peor de la noche fue volver a ver ese fundido a negro y tener que decirle adiós a un nuevo capítulo. Quisimos ser optimistas, volvimos a sonreír. Solo faltaban siete días por delante, solo teníamos que esperar 168 horas para seguir con la historia de George Raymond Richard Martin.
Terminé mis vacaciones y el siguiente capítulo tuve que verlo en casa. Tengo que reconocer que perdió parte de su gracia. Aria, Jaime, Hodor y Tyrion seguían allí, pero faltaban las cervezas, las pizzas y, sobre todo, aquella gente con la que había visitado la semana anterior el mundo Juego de tronos. Esa noche me faltaron las exclamaciones y la expectación que todos sentimos antes de pulsar el botón de play.
Me recordé viendo Mareas vivas con mis padres, mi abuela y mi hermana. Al instante lamenté ese individualismo que lentamente lo está inundando todo. Lamenté que hayamos dejado de compartir los pequeños momentos. Lamenté que nos hayamos convertido en personas que chatean por el móvil y que ignoran todo a su alrededor. Esa fue la revelación que me dejó aquella noche. Todo, incluso Juego de tronos, sabe mejor en familia.