Pasen, pasen, pasen y vean

Maxi Olariaga LA MARAÑA

BARBANZA

MATALOBOS

09 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Algo así debió decirnos el ángel que nos dio el último empujón para abrazar la luz del mundo. Pasen, pasen y vean. Así fue como deslizándonos por un tobogán iluminado por una templadísima luz púrpura nos precipitamos en unas manos de acetato bañadas en sangre. Apenas tuvimos tiempo de apreciar el dolor que nos produjo la rotura de amarras con el buque nodriza ni el nudo que como un sello impregnado de lacre, cerró para siempre nuestro vientre a la comunicación confiada que procedía del arcano más oculto del cuerpo de nuestra madre. Una luz cegadora, un grito desnudo y un llanto de fuente traída de un cometa errante, completaron el rito millones de veces cincelado en las ásperas paredes de la historia del mundo.

Pasen, pasen, pasen y vean, nos repetía el ángel mientras dormíamos chupeteando un artilugio que distraía el hambre y nos enseñaba inconscientemente a manejar el arma que habría de ser más tarde nuestra dentadura. Así lo decía Miguel Hernández en sus Nanas de la Cebolla: «Frontera de los besos/ serán mañana,/ cuando en la dentadura/ sientas un arma./Sientas un fuego/ correr dientes abajo/ buscando el centro». Y mientras el ángel nos animaba a entrar en el circo y a descubrir los desengaños y los besos que se agitaban en el aire nuevo tras el telón, dormíamos y nos alimentábamos para fortalecer nuestra armadura de huesos milenarios.

Pasen, pasen, pasen y vean repetía el ángel como una jaculatoria y los bebés venían y vienen al mundo por miles abandonando el reino de la nada con chocolate y fresas, dejando atrás el hermosísimo y fértil valle en el que pasábamos las horas jugando al escondite y balanceándonos en un seguro y florido columpio colgado de un atardecer perpetuo. Pero se extinguió la luz feliz de aquel mundo prodigioso y de un modo inesperado fuimos expulsados del jardín y enviados al este del Edén. Ahora y aquí, extraviados e infelices, vagamos entre las ruinas y el escombro de los corazones que nos han precedido buscando el camino de vuelta.

Tal vez sigamos sin darnos cuenta de que, desde que nacimos, no hacemos otra cosa que buscar la ruta segura que nos devuelva al vientre amado, a aquella selva mágica abarrotada de pájaros traviesos y serpientes bondadosas que jugaban con nosotros al gua y al trompo. Miguel Hernández lo sabía y por eso ponía en boca de las madres la canción de la esperanza: «Vuela niño en la doble/ luna del pecho;/ él triste de cebolla,/ tú, satisfecho./ No te derrumbes./ No sepas lo que pasa/ ni lo que ocurre».

El ángel que nos invitó a pasar y a adentrarnos en el escenario tras el que Barriga Verde le sacudía al Diablo con saña, no nos advirtió de que, más allá del país de los pasteles y de los pirulís de La Habana que se comen sin gana, estaba el Hombre Lobo esperando y que alguna tarde habría de alcanzarnos. No nos advirtió de que la libertad era una quimera y de que no seríamos más que un número que se daría de alta y de baja en el Gran Diario Contable del Oficinista Supremo. No nos reveló el ángel que jamás encontraríamos el camino de vuelta al vientre de nuestra madre sino que la tierra, la mar y el fuego, serían nuestra última residencia. Aún así no desespero. Leo al poeta: «Siempre en la cuna,/ defendiendo la risa/ pluma por pluma».