Durante años para los estudiantes de Farmacia hubo un nombre que infundía miedo en el corazón: Jado. Solo dos sílabas contenían al más espinoso, sagaz, duro y singular profesor del campus sur. En la guía docente ponía que daba Físico-Química, pero daba mucho más, daba carácter. Sometía al alumno a ultrapresión, algunos se quebraban, sí, pero otros se convertían en diamantes.
Carismático, gallardo y altivo, todo en él era entropía. De flequillo ladeado, carraspera y espigada figura, su presencia en el frontispicio del aula imponía un campo magnético de kiloteslas que ordenaba el caos molecular de los aires ideales de sus alumnos. Era una cura de humildad.
Yo frecuentaba su despacho para ver qué tal llevaba la asignatura y siempre exclamaba: «¡gilipollas, no tienes puta idea!». Nunca nadie me describió mejor, yo era gilipollas y no tenía ni puta idea.
Jado convertía su asignatura en un campo de batalla. Mi calculadora no sobrevivió, la hundí en la mesa de un puñetazo por un problema de entalpía que no salía. Al final me puso la mejor nota del mundo: un 5,0 y unas cicatrices en el lomo del alma que me permiten decir «yo aprobé con Jado», que significa «yo sobreviví al apocalipsis».
Se jubiló hace un par de años. Me lo cruzo a veces por Santiago paseando con su señora, me acerco a él y le pregunto qué tal. «Psé, psé», contesta, pero en su talle sigue latiendo el acero valyrio, la mirada de Clint Eastwood y esa firmeza ante la que uno solo puede mostrarse reverencial. «Su hermana era buenísima y usted un idiota», suele decirme. El mejor profesor que he tenido en mi vida.