«El rayo que no cesa»

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

03 abr 2017 . Actualizado a las 00:14 h.

MATALOBOS

A la del alba, como cada año, el pasado martes 28, lloré. No fue un llanto copioso ni agitado. Solo dos lágrimas, dos luces líquidas huidas de la fuente interior que alimenta el espíritu que, a pesar de los pesares, todavía sobrevive en mí. Se cumplía el 75 aniversario de la muerte cruel de mi poeta más amado. La tuberculosis, abatió los 31 años de su castillo de versos sobre el infecto muro de la prisión de Alacant. Muchos amigos, como José María de Cossío o el obispo de León, Luis Almarcha, habían conseguido antes que la pena de muerte le fuese conmutada por la de treinta años de prisión.

Miguel había huido a Portugal para desde allí, como tantos otros, embarcar rumbo a la libertad. El criminal presidente Salazar lo entregó al golpista general Franco, a saber a cambio de qué. Así, aquel jilguero que cantaba versos de carbón encendido de los que brotaba agua y miel fue, por la gracia de Dios, condenado a devorar y vomitar eternamente su canto en las cloacas del fascismo. En el año 2011, su familia presentó ante la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo de este miserable país, un recurso extraordinario de revisión de su condena en atención a la tan necesaria Ley de la Memoria Histórica. Pues bien, en aquel momento tampoco le fue concedida la gracia de su resarcimiento humano, moral y justo. Declinaron los jueces la propuesta con los subterfugios legales que con tanta habilidad manejan para absolver a mafiosos y corruptos que tanto abundan en el laberinto español.

Todavía hoy no halló perdón la poesía. Más bien pululan por el Congreso de los Diputados portavoces que dicen sin despeinarse que la memoria histórica solo sirve para que unos abueletes se lleven unas subvenciones a costa de unos familiares que nadie sabe donde fueron enterrados. ¡Qué vergüenza!

Lo verdaderamente patético es que este tipejo siga en su puesto y ovacionado. Pero el poeta y su canto no pasarán por mucho que se empeñen las autoridades de este mundo. Su verso permanece: «Aquí estoy para vivir/ mientras el alma me suene,/ y aquí estoy para morir,/ cuando la hora me llegue,/ en los veneros del pueblo/ desde ahora y desde siempre./ Varios tragos es la vida/ y un solo trago la muerte». Esta es la tragedia. La frialdad y el distanciamiento del poder por un lado y el apego y el amor del poeta por el otro. El poder asesina en cualquier grado, la poesía resucita, perdona y ama para siempre.

Miguel dejó escrita la concepción primaria de su hijo: «He poblado tu vientre de amor y sementera,/ he prolongado el eco de sangre a que respondo/ y espero sobre el surco como el arado espera:/ he llegado hasta el fondo». Leyendo estos versos mis lágrimas se preguntan, cómo se atreve un tribunal o un zafio a reírse del agua y del pan del alma. Cuando nació el niño concebido, su esposa le escribió al penal diciéndole que solo tenía cebolla y pan para alimentarlo. Miguel contestó: «En la cuna del hambre/ mi niño estaba./ Con sangre de cebolla/ se amamantaba».

Pero los estúpidos siguen allá arriba, atrincherados en sus palacios de nácar. El rayo que no cesa de Miguel Hernández habrá de abatirlos al alba de una futura primavera. Y nuestras lágrimas regarán sus versos.