Marilyn: alma perdida, corazón solitario

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN)SOMNIUM

BARBANZA

31 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace unos días, sin querer, me tropecé con Río sin retorno (1954), la película de Otto Preminger que protagonizaron Robert Mitchum y Marilyn Monroe. Recordando a la compañera de reparto de Clark Gable y Montgomery Clift en Vidas rebeldes (1961), me doy cuenta de que antes me incomodaba saber que mis gustos no estaban de moda o eran impopulares. Ahora no. Ya no me preocupa que se califique a Marilyn como la «rubia tonta». Y mientras va transcurriendo la cinta, pienso que la sobredosis de pastillas que ingirió en aquella oscura noche angelina es parecida a la copa de cicuta que se bebió Sócrates en aquel lejano y sereno atardecer ateniense.

5 de agosto de 1962. De madrugada, la señora Murray, su ama de llaves, entra en su dormitorio. Marilyn está tumbada en cama en extraña postura y con el teléfono entre las manos. Sobre la mesilla, un frasco vacío de somníferos. El cadáver, ¿a quién representaba, al icono sexual cinematográfico o era el cuerpo sin vida de Norma Jeane? Andaba por el mediodía de su existencia: 36 primaveras. Todos los datos apuntan a un suicidio por sobredosis de barbitúricos. La prensa sensacionalista, sin embargo, lanzó al espeso y sucio aire de Hollywood la teoría, nunca demostrada, de un posible asesinato.

1 de junio de 1926. Nace en Los Ángeles, donde es registrada con el nombre de Norma Jeane Baker (más tarde Norma Jeane Morteson, apellido de su padrastro). Aunque era hija de Gladys Baker, quien nunca la quiso ni le facilitó el nombre de su padre, la pequeña Norma siempre se sintió huérfana. De hecho, cuando era una niña, su madre la dejó en casa de un matrimonio amigo y no la recuperó hasta que cumplió 7 años. Cuando más tarde a Gladys le diagnosticaron esquizofrenia paranoide, Norma Jeane, quien pasó a vivir con Grace McKee y luego estuvo al cuidado de Olive Brunings, pensó que había heredado, sobre todo cuando comenzó a sufrir episodios depresivos, la enfermedad de su progenitora.

Marcada por la inestabilidad y la pobreza, con una niñez y juventud desgraciadas (incluidas dos violaciones), cuando llegó a los 16 empezó a trabajar en una fábrica de construcción de aviones, donde conoció a su primer marido: el mecánico James Dougherty, del que se divorció cuatro años después. Fue entonces cuando la descubrió un fotógrafo de modas, que la convenció para que se hiciera modelo. En 1947 se cambió el nombre y en 1954, cuando su estrella ya brillaba en el firmamento de Hollywood, se casó con Joe DiMaggio en enero, pero en octubre se separaron. Sin embargo, fue fiel a su amistad con el popular jugador de béisbol, quien un tiempo más tarde incluso la rescató de un manicomio.

En su afán por hacerse una actriz cada vez mejor, en 1955 viajó a Nueva York y se inscribió en el Actor’s Studio para tomar clases con Lee Strasberg y además estudiar psicoanálisis. El 29 de junio de 1957 se volvió a casar. El dramaturgo Arthur Miller fue su tercer marido. El intelectual perseguido por MacCarthy, que en modo alguno contribuyó a paliar su inmensa soledad, la condenó al aislamiento. Ya estaba harta de su desprecio cuando se trasladó a Inglaterra para rodar El príncipe y la corista, durante cuyo rodaje recibió el desdén y menosprecio del altivo y estirado sir Laurence Olivier.

En 1961, mandó a paseo a Arthur Miller y en el rodaje de la película Vidas rebeldes, ese conmovedor canto a la dignidad de las almas perdidas y los corazones solitarios, que dirigió John Huston, encontró algo de consuelo en el ancho pecho del veterano Clark Gable, quien se parecía a la foto del hombre que su madre tenía colgada en la pared.

Ella, una gran lectora (Joyce, Rilke, entre otros autores), también quiso ser poeta: «I am alone/ I am always/ alone...». Rota y perdida, murió a solas.